Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Un hombre queda solo de pronto en la noche. No es su casa, es la noche sin estrellas, es cabello liso cayendo en sus hombreras, es un recurso de los ojos no ver nada.
El hombre no ve más allá de las cortinas de sus rejillas, dedos abiertos, cortisona que lo atrapa, desolación impertinente y cruel de la distancia cercana, hay que ir por ella para cerciorarse plenamente de la nada.
Nadie cree que de ese lado del lago de la noche haya otro. Simplemente el sonido es un quejido mundo del viento, una acontecer histórico del cerebro que se revienta por dentro.
Todos se han ido hace rato. Te quedaste y te dejaron al mismo tiempo. No preguntaste ni preguntaron, te has envuelto y te envolvieron en ese silencio.
Es ruido veloz que pasa el que no se oye en las afueras del pueblo, es un niño enfermo llorando adentro de una choza de llamas bajas que quema la hojarasca. Es un retículo endoplasmático mostrado a la cara, frente a frente estampada en la casa.
Un hombre se ve solo así mismo sus ropas andrajosas, su cuerpo desnudo y esquelético, despareciendo lentamente, caminando a la tierra, hundiéndose en el lodo, recorriendo la sombra que lo lleva lejos y muy cerca al mismo tiempo. No hay potro más allá de uno, de ese que se busca. No son dos. Los que hacen ruido afuera son muchos y llaman a la puerta, preguntan por ti injustamente y calla el otro que eres.
La noche es un cirujano con sus cuchillas sin filo, cachetadas metálicas a la luz brillante y linda de la luna. La noche es el espanto dejado en el hielo hecho pedazos, regado carne adentro en el esqueleto, huesos de hollín, proceso de aprendizaje de los seres caídos.
Es periferia, orilla del recuerdo, pronunciado silencio en un salón vacío donde alguien duerme sin ser despertado, eternamente muerto.
Los polvos se llenaron de calle, los techos son láminas que caen del cielo y vuelan como alas de pájaro nocturnos y versos dichos, profanas solicitudes de miedo, de aquelarres, de gritos y llantos destartalados en los parques y estíos.
Qué ganas de joderse esta vez debajo de las cosas, sobre un desparramado café que dibuja un rostro, un espejo blanco que retrata el cuerpo herido por un rayo en la tarde, cuando todo se va lejos y queda ese sopor ajeno sobre las bardas del pueblo.
Queda el sismo, el ligero temblor de labios, la roca fragmentada en el precipicio, la vocación del caído que duerme tranquilo por la noche sin pasar del agua, del suelo patrio, del cobijo inicuo del tiempo.
Queda el insomnio, guardia, velador entretenido con su chicle de fierro, su aleatorio parpadear y ver para todos lados, el largo misterio que es el silencio perpetuo tan temido por todos. Queda la hiena, el hambre recogida, los vasos de agua derramados sobre las mesas, los capricornios en los muros estampados como estampitas, los relicarios en los brazos, entre nosotros todos queda esa gastada sombra de nosotros en las paredes.
HASTA LA PRÓXIMA.
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