Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Tras la vidriera el día creció más acá del árbol que da sombra. Soy uno de ellos que anduvieron siempre en estos barrios, los conozco como la palma de mi mano. Soy árbol, río crecido en mi ciudad contigo, en las soleras, en los resquicios de una puerta abierta.
Afuera hay una tregua entre dos árboles de mango y una ciruela pelona. La sombra junto a la barda era húmeda siempre, pero han pasado sus días de gloria. El camino está claro de la puerta o debo decir portón a la entrada de la casa propiamente dicha.
Entro de una vez y los ojos no me ven entrar de nuevo. Soy el extraño mientras prendo la luz, la enciendo como llama solitaria en medio de la noche, náufrago estridente, leo un libro desconocido en la pared inclinada que deja caer el agua.
La noche se ha llevado todo en su gran nube de suertes y artificios, de mujeres galantes y sueños furtivos y locos. La vida era eso en el Bristol bar y la salida daba a un bulevar interminable de la vida y el cercano suelo, el religioso canto de ebrio.
Conozco la ciudad y tu rostro deletrea cartomanciana el suave recuerdo de tu ausencia. No irás a ninguna parte en estas calles que arrastro como cadenas hechas con los eslabones perdidos para siempre.
Tengo que surtir de nuevo las ocasiones sobre una barda de block, dos palmeras y una jacaranda morada la tarde aquella del palpitante tiempo que ha pasado.
Soy particular. Soy especial, y en mi verás al único ser sobre la tierra que mira tus ojos en este vuelo. Podríamos seguir contando esas historias infinitas de un discurso guardado a diario, un diálogo diáfano, una tarde de estas y de las otras.
En el último de los casos declaro que siempre he sentido un gran cariño por ti, como la ciudad que adrede dejo caer como racimos en estas tardes. En el cuaderno escribo el licencioso paso del personaje aquel que vende raspas en la calle. Dos pasos me separan del bebedero. Y un largo pasillo va a dar a la nada.
Leo a Juan José Arreola, dejo pasar sobre mi cadáver el latido de su palabra abierta, consecutiva, certera, definitiva, su suave y a la vez contundente palabra, su palabra encontrada y a la vez incomprendida. Escucho su voz, más bien dicho, la del conversador eterno.
Te decía que te quiero porque se hizo tarde y no soy perfecto. No traigo la llave ni sé la clave, siempre voy ingenuo a las pastorelas, pero te recuerdo. Y es de tarde.
Llueve de nuevo. La calle de mi barrio surte a borbotones de agua innecesaria la otra ciudad, se hace fácil dejarla pasar, verla arrastrase como víbora, como un pobre indigente por la calle. Como un río estival.
Te decía que la ciudad es un gran manantial, un gran venero de agua que ahora busca su salida, como la tarde busca desesperada la noche.
Es de tarde y te pienso como siempre. Sentado en la barda de los recuerdos veo el paso de la gente de nuevo. Llevan bolsas de mandado, pescado, naranjas.
HASTA LA PRÓXIMA.
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