Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- José Encarnación dio un beso a su mujer y salió de volada con rumbo a la calle, el perro lo siguió unos cuantos metros antes de llegar al portón y todavía unos metros por la calle, hasta que José encarnación se dio cuenta y lo regresó a pedradas, todavía lejos José revisaba la calle de vez en cuando para evitar que tal como ocurría en otras veces el perro lo acompañara al trabajo.
Su mujer se cubrió la boca cuando lo vio ya lejos de casa, apenas una figura empequeñecida por la nube de sus ojos y el sol con el resplandor que daña los ojos y haces que veas la vida turbia como la de María, como él le decía, aun cuando su nombre de pila era o es otro, pues todavía no muere; José le puso María y del verdadero nadie se acordaba.
Al rato el perro regresó como queriendo que lo premiaran pero María lo encerró en el patio con cercado de palos que terminaban en punta donde el mismo perro se había ensartado otras veces.
El día desarrollaba su escenario de luces y sombras en el suelo y en la casa de María comenzaba el agujero negro de su inútil vida. Ya había lavado los dos platos que usaban y tendido la ropa, puesta a secar de nuevo, pues no se había secado durante la noche oscura, húmeda por el torrencial aguacero de la tarde y lo fresco de marzo.
Pensó en comer, de manera egoísta, y se le quitó el hambre de perro, esa que carcome las tripas que se pegan y se retuercen como si ya se hubieran aburrida de estar juntas y cada quien quisiera salir del cuerpo a ganarse la vida. Pues cuál vida, pensó ella, si estaba bien carbón el asunto.
Se había quedado sola de veras, no en este momento sino en la simple coyuntura de la vida, sin familia y sin otro sustento, que era lo peor. Ahora mismo no sabía si valía reamente la pena vivir con el José Encarnación. Si lo soportaba era porque no le quedaba de otra.
Recordaba todo como si volviera a ver una y otra vez la palma de su mano, la de él, caer sobre la de ella y decirle a aquel Padre que sí, que sí aceptaba casarse. El padre todavía dio un poco de chance para que ella se arrepintiera, pero ella tardó unos cuantos días más en reaccionar de otra manera y por mientras dijo que sí. Aparte no tendría a dónde ir. Con quién encabronarse por todo, a quién arrojarle los zapatos desgastados y rotos a la cara y además, no habría quién la aguantara, como José lo hacía. Estaba convencida que otro fulano como José no había, pero esa no era su expectativa en la vida.
De joven, como todas las jóvenes, había soñado en el pueblo con una mejor vida, pero eso uno nada más se lo imagina, igual se da o se te olvida, mientras vas a comprar el ajo, y el arroz para hacerle la comida al señor o te quedas a platicar en el camino con la vecina que ya anda divorciando a todo el mundo y sabe quién con quién en pleno mediodía.
A todo esto José Encarnación llegó al trabajo, acomodó el pequeño trasto donde llevaba los huevos para el almuerzo y se dispuso a hacerle caso al patrón que lo requería hasta por el mínimo asunto. “Pásame el agua”, aunque el agua estuviera a solo un paso, “pásame aquella piedra” aunque encarnación le daban ganas mejor de darle en la cabeza con ella.
Pero como siempre ocurría, por más ganas que le traía se rajaba a la hora de la hora, pues este coraje coincidía casualmente con otras cosas como el hecho de que fuera día de pago, o que le debía una lana, lo cual en caso de masacrar a aquel sujeto no cobraría.
Siempre pensó Encarnación que a su patrón algo lo salvaba, algún pacto con el diablo, pues si no es que se arrepentía con el cuchillo en la mano y a solas cuando nadie lo miraba, no faltaba entonces quién hablara, o tuviese otra cosa pendiente por hacer más importante en ese rato y así se había pasado la vida.
El perro se alegró desde que reconoció el hedor de José Encarnación como a cinco cuadras, su insoportable olor que por donde quiera dejaba, ese aire de constancia que lo hacía inconfundible a la distancia.
María no se había arreglado para recibirlo, ni había un comité de bienvenida para aquella soledad acostumbrada en que lo esperaba. Escuchó que abría la puerta, el aullido lastimero del perro al recibir una patada y la puerta que se cerraban, si es que a ese monto de tablas pegadas una junto a las otras se le podía llamar puerta.
Una vez adentro Encarnación vio a María y se le nublaron de nuevo de los ojos. Y es que ella era la mujer que él prefería, no recordaba a otra cuando la miraba.
Por eso le gustaba verla frente afrente y que ella lo mirara y pensara lo mismo que él, que la quería y que ella lo quisiera era la mejor parte del día. Perdidos en la realidad, metidos en ese cuarto eterno, solo ellos existían, en esa soledad comprometida, no a la fuerza, sino pactada, tal vez amada y esperada. Sin palabras.
El resto era una simple anécdota de su vida que podría contarse como cualquiera otra, en otro momento de su vida, como cuando eran infelices o felices, de eso nada se sabía. Vivir la vida era eso, él pequeño parpadear de la cortina, la cama que se escuchaba enseguida rugir, palpitar nocturna, rechinar de dolor, quebrarse a gusto en medio de la noche.
HASTA LA PRÓXIMA.
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