Por Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- En la ciudad, el viento mueve las cortinas del tiempo.
Como una fotografía muy vieja, aunque espléndidamente iluminada por el sol del verano, esta puerta ubicada en las calles del 9 y 10 Morelos -construida en la época de los años veinte-, se resiste a perderse para siempre, a desparecer de pronto derribada o arrancada de cuajo, como ha sucedido a otras de su edad y su tamaño.
Es más bien un portón que un día sirvió para que entraran los coches jalados por bestias. Transportes de personas, coches incipientes con motores ruidosos que llegaban a la ciudad para hacer sus diligencias.
Aferrada a los muros que la sostienen, muros que se han recargado en los muros de construcciones más recientes, soportan estoicamente lo que se vislumbra como el fin de sus días, la cita con el derrumbe, la extinción, o el desplome.
Una viga ha caído en medio dividiendo en dos el cuarto: la parte oscura y húmeda a la cual nunca da el sol y la otra parte del techo que sostuvo la viga hoy iluminada por el astro rey.
En el centro creció una planta delgada y alta que alcanza el techo y sale, siempre con una enredadera en el tallo, como una estola en el cuello.
Sí, es más bien un portón que originalmente daba a la parte posterior de la casa principal que fue en aquellos tiempos, cuando a media cuadra de ahí estaban los edificios gubernamentales y los principales hoteles de la capital.
El portón o puerta sirve ahora de nada, apretujada en medio de dos nuevas casas que se han vuelto negocios de diversos giros.
Otros portones como este sobreviven gracias a que son usados como tiendas, espacios de cubos, los arreglaron, les echaron una manita y hay lucen remodelados que parecen nuevos. Muy lejos de su historia triste y del final que pudieron haber tendido.
Por dentro, atrás de la puerta se luce un vestíbulo alto y grande. Sus dueños se preocuparon por darle un acabado clásico de acuerdo a esos años gloriosos de desarrollo victorense.
La puerta sostiene y alimenta aun el amplio espacio de un cuarto enorme que se llenó de basura, papel, botes, pet, envases de vidrio del siglo pasado; pedazos de fe que parece ahí se quedaron de un negocio que fue por un tiempo y luego cerró, por tiempo indefinido, como suele ser el presente, indefinido.
La puerta que da al patio es más grande todavía. Esta ha sido cambiada, pues se observa que el material que fue de madera apenas sirve hoy para fijar las bisagras fuertemente encajadas en la lámina.
El sol que entra por muchas rendijas del techo y el techo de lámina alto, los dibujos estéticos de las paredes descascaradas, son un monumento a la soledad. Quien entra se transporta de inmediato a otro lugar en el tiempo: A la época de los serenos por la Calle Real al amparo de las débiles lámparas de petróleo, y cuando algunos funcionarios tenían los nombres que hoy tienen las calles.
Fue una buena época y otra mala la que hicieron que este olvido ocurriera, ni siquiera cuenta con un número de inventario que diga: este edificio, esta puerta hay que conservarla para recordar nuestra historia. No le alcanzó para lograr el papel que le diera un salvoconducto a la eternidad que conservan otros edificios similares.
Sus dueños son el reflejo económico de estos sitios. Muchos se hicieron grandes y dejaron estos bienes a sus hijos que los han abandonado a su suerte y se quedaron en el centro a la intemperie, mientras ellos se mudaron a un fraccionamiento.
En otros casos ha sido la falta de recursos económicos por parte del dueño para considerar una restauración del sitio histórico y con ello rescatar la memoria de este pueblo.
Ver estos vestigios en plano centro de la ciudad es como si el cielo de la historia se cayera a pedazos delante de nuestros ojos.
Si entra uno por esa puerta, entra al pasado; escucha el misterio de las voces que dijeron algo, nos hablan desde su mudez dibujada en los contornos, en las esquinas, en los arcos de medio punto de sus ventanas y puertas, desde el derruido ladrillo, rojo rojo.
Si se pone atención, frente a esa puerta, todavía se presiente, se imagina uno a sus dueños un instante, que por última vez nos cuentan algo: la serenata en los balcones de esta casa, cuya entrada principal está por la calle 9, de cuando el gobernador era Don César López de Lara; cuando había en la ciudad 40 agentes de policía entre comandante y oficiales, y 8 de ellos no portaban arma.
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