Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Hace rato iba caminando muy tranquilo por la calle cuando de repente me salió al paso un perro. Desde que lo vi me vio y ambos sabíamos de nuestras muy sentidas coincidencias. Él me quería morder en serio. De modo que hubieran visto ese perro. Parecía un gran danés. Era grande y musculoso.
Conocedor según mi personal criterio del nervio canino asumí que lo disuadiría, pese a verlo venir con bastante coraje, como si le hubiese hecho algo de antemano y ese algo hubiera sido muy definitivo.
Nunca pasó por mi mente la ridícula idea de correr, verme así huyendo de aquel animal que por más grande no lo era más que yo. Además con mi experiencia, pronto tomaría ventaja en cualquier descuido. Lo de intentar correr vino después.
Lo vi pelando los colmillos tratando de dar con el perfil necesario para calcular las heridas de mi miedo. Para extraer todos los recuerdos de niño mordido, llorado y arrepentido que en realidad yo he sido. De ahí viene mi ascendencia con los perros.
Sé cuáles muerden y cuáles hacen la finta. Sé que muchos perros no cumplen con el adagio de que perro que ladra no muerde, ladran y muerden. Hay otros que no ladran ni muerden, hay de todo y no hay que confiarse.
Yo me sostuve primero caminando, pero vi que por la espalda el perro se acercaba peligrosamente y me di la vuelta para encararlo. Descubrí que era perra, no perro. De manera tal que pude hablarle con más confianza.
Con la mirada fija y los músculos tensos intenté no mostrarle nerviosismo ni soltar sudoración sospechosa de esas que estimulan el cerebro de los perros. Endurecí la quijada para que lo notara, pero eso le dio más rabia.
Sin embrago el llamarle de alguna manera y dirigirme a ella no causó ningún efecto positivo, al contario parece que eso le molesto más, quién era yo para tomarme esas confiancitas con una perra desconocida.
Sí, porque deben saber que ya sacándole los trapitos al sol, esa perra alguien la trajo y la abandonó en un solar baldío, donde desde hace dos semanas cuida un coche viejo también abandonado por su cruel propietario.
Si la perra pudiese hablar diría algo parecido de su servidor, yo ando por las mismas, pero no muerdo. O quién sabe.
En estos casos uno se da cuenta que ha descuidado su propio territorio, cómo es que una simple perra que además no era ni muy grande ahora que la recuerdo, venga a invadir y además creerse la dueña del barrio.
Y no es por echarle grilla a esa perra, pero supe que ya han aparecido niños mordidos, otros correteados y la calle se ha despejado de cierta manera. La gente prefiere sacarle la vuelta. Ojalá la perra fuera pareja y la agarrara también contra los cobradores.
Pero la perra no quitaba el dedo del renglón y seguía ladrándome cada vez con más coraje, cada vez más cerca, si caminaba me seguía rozando la orilla de la bastilla del pantalón a punto de abrir sus fauces.
Yo entonces ensayé unas patadas que no dieron en el blanco, se veía que era hábil y tenía la experiencia suficiente como para esquivarlas. Y las esquivaba.
Ya me estaba cansando y deseaba concluir aquel trámite en que me voy para la casa y la perra se retira arrepentida, vencida sin llegar a la violencia.
Pero no. Así que en la última patada que no dio en el blanco comencé mi retirada, primero con dos pasos hacia atrás mientras ella trataba de aprovechar el retorno de una de mis patadas.
Yo me veía mordido por ese animal que no respondía a ninguna de mis llamadas: primero con cariño y luego ya a puras mentadas.
Terca, la perra estaba encima y cada vez más cerca, creí que si ella saltaba, con facilidad llegaría a mi cuello y siendo así ya puesta en la balanza estaba exponiendo de más mi vida, en cualquier momento podría ocurrir lo inevitable.
Fue cuando pensé en correr. Pero como iba para atrás tope con un carro estacionado y al notar la perra que no avanzaba creyó que había llegado mi hora. Yo por un momento pensé lo mismo sin ponerme de acuerdo con ella, sin una junta cordial y negociadora.
Ya inmovilizado ni modo de esperar a que la perra me dijera que todo había sido una broma y aquí se acabó la fiesta. Eso no era cierto. Y más me valía que aprovechara el pensamiento para ver mis posibilidades de sobrevivencia y sacar el orgullo, la casta, la vieja fama del barrio.
Volteé como quiera para todos lados para, ya perdida la vergüenza, pedir ayuda de quien pasara, pero como suele suceder en esos casos siendo las horas pico nadie pasa.
Ustedes dirán: pinche Rigo, te vas a sacar un hacha de la oreja y como eres el que escribe la vas a matar a mansalva culero. Pero no lo hice. Y era tarde para eso.
Así que sin esperar ya nada, solo me tranquilicé un poco para asegurarme que el paso siguiente no fuera mi última patada. Que no me fuera a caer y perdiera cuando todavía me falta mucho que hacer en la vida.
La perra ladraba con más fuerza celebrando el triunfo de forma anticipada. Se paseaba en el entorno, sentía el placer de la venganza aunque yo no le había hecho nada o quién sabe, uno eso no lo recuerda, tal vez me le quedé viendo feo y ella es muy delicada, pero no creo. Nunca la había visto.
Intenté sacar el hacha detrás de la oreja pero no había nada, ni las palabras.
Busqué por último una frase clave que la tranquilizara, pero no halle ni madres, de modo que recordé una piedra en los bolsillos de otro de mis relatos, pero en este cuento no traigo bolsillos, así como para añadir más drama, y corrí, corrí con el alma, con ella, la perra, detrás persiguiéndome, ladrándome, inventándome, tratando de evitar que yo mismo llegase hasta el otro cuento donde tengo las piedras y el hacha y todo eso…
HASTA LA PRÓXIMA.
Discussion about this post