Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Mi camino era el patio de tierra. Tierra de niño, suelta y encajada, jalada por el suelo.
Mi camino secó pronto el patio e hizo muchos destinos durante los intensos viajes donde se hicieron canales, carreteras que se enredaban entre ellas, o se arrepentían a medio camino y volvían a sus ciudades, desechas.
Ya grande, he vuelto a ver el charco que cabe en aquel lago natural donde había patos.
En el patío yo había hecho viejas construcciones ideales para crear una infancia: un terreno sucio y olvidado y el patio que daba a otro patio que no tenía perro.
Atrapado ahí el patio enloqueció en pequeños remolinos que se deshicieron en mis ojos, adentro de mis ojos.
En el campo de futbol en que se convertía aquella masacre goleadora e imparable siempre rifándomela. Hasta que se escuchaba un ruido. Por pequeño que fuera.
Había dos árboles frutales del tamaño de un mango y un aguacate y ahí las tardes crecían y se volvían noche antes que otras.
Hubiera querido fundirme en ese tiempo. Hacerme del aire viciado del centro, trotar profundamente en medio del silencio y que todos callaran de puro respeto, alcanza para comprar un kilo de plátanos, pero eso sería ya de grande.
No sé si volvería a firmar esa infancia, al menos no con mi nombre, tal vez iría de incógnito a revisar uno que otro escenario.
En el suelo palpitaba mi esencia, mi presencia irrefutable de guajolote, de rumiante de pasto, de trigo.
Desde ahí informaba de los hechos a la otra infancia que vivía ahí, en un lugar de adentro. Cuando me asomaba, veía la familia: el escenario fiel, la enorme bombilla, las risas inmensas cayendo en la mesa.
Afuera se respiraba el fantasma que en las noches bebía agua. Yo me asomaba. Y sentía su sombra. El tema era este. Salir temprano antes de que llegaran los invasores y lo destruyeran todo. Y nunca había problemas después.
Los días de mi infancia fueron un día solamente. Usé quizás el resto de infancia para poder ver este que ahora les describo. Puedo ahorrarle las palabras al señor Freud.
Afuera los rayos del sol daban en las botellas, revisaban los cristales de las ventanas y retachaban en los parabrisas de los automóviles. El patio había creado sus propias zonas de escape. Con la moral bien en alto se podría salir corriendo de aquella infancia, de aquella vez, se si quería todavía. Pero no fue así.
Adentro se entrenaba box a niños como yo, cuyo único requisito era ser hijo de mi padre y estar dispuesto a realizar veinte rounds de tanteo que terminaban por derrotar al alfeñique sujeto que se caía en plan grande. Hasta que me contaran diez. Y no me levantaba.
HASTA LA PRÓXIMA.
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