Por Max Ávila
Cd. Victoria, Tamaulipas.- Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo Costilla y Gallaga fue fusilado el 30 de julio de 1811 en la plaza de san Felipe o de los Ejercicios en la ciudad de Chihuahua y fueron necesarias cuatro descargas ya que los verdugos no atinaban al corazón como les había pedido el generalísimo insurgente. Había cumplido 58 años el 8 de mayo. A la hora del alba el padre Juan José Baca impartió la comunión y después desayunó.
Don Luis Castillo Ledón, considerado el mejor biógrafo de Hidalgo menciona que el chocolate lo tomó con extraordinario apetito y como notó que le sirvieran menos leche que la de costumbre pidió le trajeran más, expresando con buen humor que no porque lo iban a fusilar le redujeran el alimento.
El 26 de junio habían sido ejecutados y decapitados, Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Jiménez y Manuel Santa María, gobernador insurgente de Nuevo León. Las cabezas de los primeros tres permanecían conservadas en sal.
EL PROCESO
El juicio contra Hidalgo se inició el 7 de mayo, quince días después de su llegada a Chihuahua, después de que los insurgentes habían sido traicionados y aprehendidos en Acatita de Baján por Francisco Ignacio Elizondo y sus hombres, un capitán de milicias retirado quien fingió protegerlos en el norte. En la acción murió Indalecio, hijo de Allende. Aquel aciago día era domingo, como domingo fue el inició de la revolución en Dolores Hidalgo.
El botín para Elizondo consistió en cargas de plata por más de un millón de pesos, 27 cañones, cartuchos, armas, coches, mulas, caballos en número de seiscientos y cien cargas de equipaje, entre otras cosas.
En octubre anterior el virrey Francisco Javier Venegas había ofrecido el indulto a los principales jefes independentistas siendo rechazado con estas palabras: “el indulto, Sr. Exmo., es para los criminales no para los defensores de la patria y menos para los que son superiores en fuerza. No se deje V.E. alucinar por las efímeras glorias de Calleja; estos son unos relámpagos que más ciegan que iluminan…”.
Desde mayo el generalísimo permaneció encarcelado en el colegio de los jesuitas, siendo comisionado para el interrogatorio, el juez Ángel Abella el cual hizo 43 preguntas entre los días 8 y 9 de mayo y a nadie culpó ni delató, como sucedió con otros jefes insurgentes, por considerar que la independencia era positiva para el país
De acuerdo a Castillo Ledón, a la pregunta de quién lo había hecho juez competente de la defensa del Reino y las ventajas de la independencia, respondió que el derecho que tiene todo ciudadano cuando cree la patria en riesgo de perderse, sin contrabalancear la teoría con los obstáculos que las pasiones y la diferencia de intereses, oponen siempre empresas como la suya.
Al interrogarlo si después del levantamiento había predicado en el púlpito o ejercido en el confesionario abusando de su ministerio, o había enviado a otros eclesiásticos que lo hicieran para incitar a la rebelión, dijo que ni antes ni en el curso de la insurrección y que ni para bien ni para mal había celebrado el santo sacrificio de la misa. Y sobre cuáles armas o escudos había adoptado para su lucha respondió que al pasar por Atotonilco tomó la imagen de la virgen de Guadalupe. Después algunos regimientos formados tumultuariamente hicieron lo mismo en otras partes agregando, en ocasiones también el águila de México.
Rechazó haber recibido órdenes de Bonaparte, quien mantenía invadida España, como también rechazó apoderarse de los caudales, joyas o vasos sagrados de las iglesias.
Respecto de los asesinatos de españoles en Valladolid, Guadalajara y otros lugares aceptó haberlos ordenado, pero no los cometidos en otras partes pues él ya estaba separado del mando. Ciertamente no se les había formado proceso, “pero se les dieron confesores cuyos nombres sabían quienes asistían a estas ejecuciones, las cuales se hacían en el campo, a horas desusadas y lugares solitarios, para no poner a la vista de los pueblos un espectáculo tan horroroso y capaz de conmoverlos…”.
El objetivo de las autoridades virreinales era declararlo reo de alta traición, sedicioso, conspirador y mandante de robos y asesinatos, es decir, responsable de la revolución.
Al respecto dice Castillo Ledón que al tratar el juez de auscultarle su conciencia religiosa, a sus sentimientos de sacerdote, a las creencias en que había sido educado, entonces habló el hombre de esa dignidad, no el caudillo revolucionario; el ser imbuido en la ciega obediencia a las potestades de la tierra, declaradas de origen divino por la iglesia, y además quebrantado por el sufrimiento de la prisión, no el varón que acababa de conmover profundamente a un pueblo. En este sentido Hidalgo dijo que nada de cuanto había hecho se podía conciliar con la doctrina del Evangelio ni con su estado eclesiástico, y que la experiencia le hacía palpar que la proyectada independencia hubiera terminado por la anarquía o el despotismo, y que por tanto, quería que a todos los americanos se les hiciera saber esta su declaración, que era conforme a sus más íntimos sentimientos y a lo mucho que deseaba la felicidad de sus paisanos.
SOSPECHOSO “ARREPENTIMIENTO”
De esta manera el instructor Abella cerraba la causa. El 18 de mayo, Hidalgo firmó una presunta retractación “de los errores cometidos contra Dios y el rey”, en el que pedía perdón a los jefes de la iglesia y la inquisición y terminaba rogando a los insurgentes se apartaran “del errado camino que seguían”.
Una parte del documento en cuestión precisa: “Distante un paso nomás del tribunal Divino yo puedo confesar con los necios de la sabiduría: luego erramos y hemos andado por caminos difíciles que en nada nos han aprovechado. Veo al Juez Supremo que ha escrito contra mí, causas que me llenan de amargura que quiere consumirme aun por solo los pecados de la juventud. ¿Cuál será pues mi sorpresa, cuando veo los innumerables que he cometido como cabeza de la insurrección?. Compadeceos de mí; yo veo la destrucción de este suelo que he ocasionado; la ruina de los caudales que se han perdido, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido; y, lo que no puedo decir sin desfallecer: la multitud de almas de los que por seguirme estarán en los abismos”.
En este extraño escrito Hidalgo se compara con los Antiocos del libro de los Macabeos: al principio a Antioco 1V, que persiguió de muerte a los israelitas, profanó y robó templos, tomó ciudades y las dio al saqueo, entró al santuario de Jerusalén, y tomó el oro del altar, los vasos de plata y oro y los tesoros escondidos, viendo similitud de hechos entre los de este rey de Siria y los suyos; y sus lamentaciones son como las de Antioco 11, en el texto sagrado, cuando estaba moribundo en el destierro.
Castillo Ledón asegura que en el citado documento exhorta a sus partidarios a que abandonen la lucha, agregando:
“Honrad al Rey porque su poder es dimanado del de Dios; obedeced a vuestros Prepósitos contraídos a su soberanía, porque ellos velan sobre vosotros como quienes han de dar cuenta al Señor de vuestras operaciones; sabed que el que resiste a las potestades legítimas resiste a las órdenes del Señor. Dejad pues, las armas; echaos a los pies del Trono…”.
LAS ÚLTIMAS HORAS DEL CAUDILLO
El 29 de julio Hidalgo fue degradado de su condición sacerdotal por don Francisco Fernández Valentín, Canónigo doctoral de la santa iglesia de Durango, “con entero arreglo a lo que disponen los sagrados cánones, y conforme a la práctica y solemnidades que para iguales casos prescribe el Pontifical Romano”. Después de que la jurisdicción real y eclesiástica unidas lo encontraron culpable de ser la cabeza principal de la insurrección iniciada en Dolores Hidalgo. Se despojó al reo de los grilletes, y ya libre, los sacerdotes designados lo revistieron con prendas como si fuera a dar misa, enseguida se colocó de rodillas a los pies del juez y ministro. Quitole éste el cáliz y la patena y luego con un cuchillo le raspó las palmas de las manos y las yemas de los dedos diciendo estas palabras: “te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir que recibiste con la unción de las manos y los dedos”.
Enseguida lo despojaron de los ornamentos sacerdotales, al tiempo que señalaba: “por la autoridad del Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la nuestra, te quitamos el hábito clerical y te desnudamos del adorno de la religión, y te despojamos, te desnudamos de todo orden, beneficio y privilegio clerical; y por ser indigno de la profesión eclesiástica, te devolvemos con ignominia al estado y hábito seglar”. Después le cortaron el pelo de la cabeza hasta no dejar señas del lugar de la corona, diciendo el ministro: “Te arrojamos de la suerte del señor, como hijo ingrato, y borramos de tu cabeza la corona, signo real del sacerdote, a causa de la maldad de tu conducta”.
Enseguida Hidalgo fue entregado a los jueces de la curia civil, después se le leyó la sentencia pedida por el tribunal militar y pronunciada por el comandante Nemesio Salcedo tres días antes, condenándolo a la pena capital. Se dispuso su encapillamiento y designó confesor al padre don Juan José Baca.
Ese día, uno antes de morir, Hidalgo comió con apetito e igual cenó. En la fecha de su fusilamiento desayunó y exigió más cantidad de leche para su chocolate, más tarde recibiría el aviso de que su hora había llegado.
“NO ME DISPAREN A LA CABEZA”
Don Luis Castillo Ledón escenifica los últimos momentos del caudillo: “Hidalgo, en medio de sus verdugos y acompañado de su confesor y otros sacerdotes, empezó a caminar, pero no había avanzado quince o veinte pasos cuando se detuvo porque el oficial le preguntó si se le ofrecía disponer por último alguna cosa; a ello contesto que sí, que deseaba le trajeran los dulces que había dejado bajo su almohada en la capilla. Traídos que le fueron, los distribuyó entre los mismos soldados que iban a hacerle fuego, alentándolos y confortándolos con su perdón y sus más tiernas palabras. Y como sabía que se habían dado órdenes de no dispararle en la cabeza, concluyó diciéndoles: “la mano derecha que pondré sobre mi pecho, será, hijos míos, el blanco seguro a que habéis de dirigiros”.
Cercano a la pared de fusilamiento se colocó el banquillo, el que Hidalgo besó, al tiempo que discutía porque trataban de sentarlo de espaldas terminando por hacerlo de frente, entregó un librito de oración y su crucifijo a un sacerdote; le ataron las piernas con unos portafusiles de cuero contra dos patas del asiento, le vendaron los ojos, se colocó una mano en el pecho e hizo oración.
La primeras tres descargas dieron en el vientre y un brazo, torció de dolor el cuerpo y saltó la venda de sus ojos “y clavó una impresionante mirada sobre sus verdugos”. En vista de que Hidalgo no moría del todo, el teniente Armendáriz encargado del fusilamiento, ordenó a dos soldados dispararan sus fusiles aplicando el cañón sobre el corazón del sentenciado. Hidalgo había muerto. Eran las siete de la mañana de aquel domingo, como domingo había sido el inicio de la lucha de Independencia. El cadáver fue exhibido todo el día. Al anochecer fue introducido a un edificio donde colocado sobre un tablón, un indio tarahumara le cortó la cabeza de un tajo por lo que recibió veinte pesos de gratificación. El resto del cadáver fue velado en el convento de san Francisco y al día siguiente fue sepultado en la capilla de san Antonio anexa a la iglesia principal.
Al morir Hidalgo tenía 58 años, 2 meses y 22 días de edad. Unos días después su cabeza al igual que las de Allende, Aldama y Jiménez fueron trasladadas a Guanajuato, “como punto más concurrido y donde debían causar mayor ejemplo”, según sus verdugos. Allí permanecieron diez años hasta que, Agustín de Iturbide, el sanguinario militar realista, las liberó de sus jaulas de hierro instaladas en las cuatro esquinas superiores de la Alhóndiga de Granaditas. Era ya 1821 y terminaba la guerra por la Independencia de México.
*El autor es Premio Nacional de Periodismo 2016.
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