Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- La poesía tiene momentos inescrutables de desafío. La poesía no deja de ser en ningún momento un grito por el derecho a la vida, pero también, en una sesión extraordinaria, una conversación eterna con la muerte. En el extremo a donde se llega pronto, apenas caminas y te das cuenta, existe la inexistencia. La vida es el otro extremo de la muerte, alguien estira la cuerda y uno se sujeta. Y escribes o mueres. De pronto sin un propósito definitivo el arte es la vida y la muerte. En medio jugamos a encontrarnos, al otro lado, en la eternidad. Es de ahí la poesía, de ese territorio en el filo de la sangre.
Me hice adepto de los poetas malditos. Me crucé en el camino de la poesía porque de niño me rondó la inexistencia. Algunos poetas venimos de ahí y no olvidamos. Olvidamos la vida.
Cómo no hallar en mis manos el fragor de la caldera, el fogón helado de los huesos, el ánimo de la lumbre quemando los ojos, hilando las pestañas de la noche.
Sí algo había en mi eran los poetas perdidos, de los que nadie conoció sus dedos memorables, sus cicatrices torneadas en los párpados desvelados y nadie sacrificó un silencio, un minuto, un segundo de la voz, una mirada siquiera para compartir una ventana. Yo los leí mil veces y no he olvidado sus nombres.
Nadie me dijo haz esto y escríbelo para que un día sepas lo que dijiste y no te arrepientas. Pero siempre cargué la herramienta. No escribía. Por años me resistí a escribir. Nunca escribí en la escuela primaria; sino un día, no sé bien cual, pero fue en mi hogar mientras la casa ardía.
De los malditos leí a Verlaine pero se volvió una moda eso de ser un hombre triste y poeta, que tristeza que la poesía sirva a la moda, en alguna conveniencia. Dejé a Rimbaud para ir con el psicólogo. Los de hoy no tienen alma: tienen psicólogo, no lo dije yo. Ni el psicólogo. Yo estaba ciego. El psicólogo perseguía mis instintos de adolescente. Pensé en dejar de escribir para siempre y volví a fallar. Tengo un poema de la secundaria que me duró los años que me faltaban y lo que tardó el foco en fundirse en la noche y las 4 de la mañana de hoy
Dibujé la noche, la sonrisa que tiene, la levedad, la ligereza desmedida. También hice un mono programado, en permanente fuga, cuyo ir y venir por la casa tenía una cuerda de reos en el pensamiento ocioso. Leí hasta los papeles que recogía del suelo. El azar era un buen proyecto, hoy lo recuerdo con entusiasmo. Escribir de la nada, de una cuenta corriente, de un recibo de luz, de una receta indescifrable, muy lejos de cualquier casa, lejos de lo lejos, conmigo, cerca de mí, de mi última cena.
Estas son las garras del lobo en la sangre de la oveja perdida. Esta es la carretera en medio del bosque donde alguien espera detrás de la noche, esta es la luz negra que dijo el poeta, la pérdida del ocaso llorando en la lluvia.
Faltan dos de nosotros que soy. Los mató la ausencia. Aquella vez los perros ladraron toda la noche y se escuchaban rumores tendenciosos adentro de las casas. Al momento se infería el claro misterio de la noche metiéndose a uno por el resuello.
A las dos de la mañana ya no se trepan escaleras. De este lado de la música donde se esconde el vacío, nos habla nuestra propia ausencia.
HASTA LA PRÓXIMA
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