Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Estamos en esta ciudad. Se incendia el agua. Sabemos que es imposible como hablar solo, y cuando hablamos solos no nos conocemos, nos reímos, y baja el telón del cielo cuando suena el corredor de la chapa, antes de sacar la puerta del cuarto.
En las camisas que dan a la calle, ventea la herencia de los poetas. Escribí en las puertas desde mañana en la tarde en las aguas del alma en llamas. El alma se salva en el amor, pero me recuerda el eco de la música y la relación más que humana tiene un intento de existencia.
De pronto el miedo descubriendo sus pies corriendo, pesa el suelo, el cielo cabe en los escalones. En esta ciudad que vive adentro, es curioso pasar a saludar las lunas del espejo de mujeres concretas, aliadas sin memoria, son lo que vieron los ojos.
En los poemas el tiempo tiene otro tiempo y no vemos las palabras, las escuchamos en la experiencia poética, no somos grandes ni pequeños, somos poemas de un tajo en el zócalo.
Uno de todos cava un encuentro al final de ella. Ella mira la formalidad de un pájaro sacando la lengua. Para mí es un arco que canta, una lira que suena anclada y torturada por la mirada.
El día sabe que se ladea la hora en un rostro de mujer derivada del viento, sacada de las cartas, es una presencia extraña, una evidencia para deletrear el día del comienzo del siguiente día.
La humanidad estuvo hablando en las salas de las casas, en una vieja revista sacaron humo sin contemplaciones largas, se escucha un ruido que no quiere llamar a la puerta. No estoy.
Presencia es ausencia acribillada. Una mitad de nosotros sale a buscar el sol que se retuerce sobre la cama de helio y un globo sostiene la tarde que quiere cerrar los ojos para esquivar las palabras.
En nosotros aparecen los templos, los eróticos parques descubriendo los huesos. Sobre ruedas escapan los jardines que pasan cerca de un rápido tiempo en la oscuridad, sobre las caricias que saltaban a lo incomprensible de todos. El instante.
Sin todo lo que hay detrás, la ciudad no tuvo a Mallarmé. El cásico es un libro que se puede oler. El libro es un signo que derrama el fuego entre el mundo que corresponde sin una palabra, con un número imperfecto como si no fuese un secreto. Se rompe el tiempo.
Estamos en la ciudad, paso por los alambres y la razón convirtió al mundo en lenguaje para comulgar con la tierra, para herir el animal del espíritu que por otra parte es paisaje. La tierra es una consecuencia del abrazo entre nosotros, la tierra espina la calle y desahoga la cara que estuvo en todas partes.
En un aspecto, el único ser viviente cae de su sombra intocable. En otra parte la arena en los ojos construye al asesino borrando la historia y reparte en pequeñas porciones, entre todos los inocentes, los ojos ausentes. Eso es todo. Alguien viene, soy yo.
HASTA LA PRÓXIMA.
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