Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Parpadeo, y vuelvo a parpadear: veo que los objetos cada vez adquieren nuevo significado, como si estuviesen dispuestos donde deben o donde no deben; ejercen su función propia de caballeros o dulces damas dispersas a discreción abajo del cielo.
Uno es el responsable del orden y del desorden, dependen de uno, pero a la vez son independientes. Hay que verlos crear sombras, revolverse en la vista, volverse pequeños en la distancia ficticia, doblarse con el tiempo o perder fuerza.
Cuando uno deja de verlos los objetos cobran vida. Y hay un gasto en ir a verlos y volverlos a tener en las manos para que sirvan o dejen de servir según se quiera ver.
Son juguetes para un niño, herramientas o huecos para el agua, para un buen vino o simplemente adornos para una sala desollada y solitaria.
Para que un objeto cubra su fin utilitario, basta abrirle su bocamanga, tenderlo en el suelo o dejarlo que se enfríe y comience a desahogar su deber cotidiano de simple comparsa.
Por dentro, en su corazón invisible, llevan la nostalgia del pensamiento que fueron, los años en la cabeza de un fulano que los anduvo pensando todo el tiempo. Con eso tuvieron, se convirtieron al cristianismo.
Hay los objetos espantosamente utilitarios que, si no están a la hora exacta, se molesta el dueño o quien los necesita y los paga, quien muere por ellos.
Otros, los menos, tal vez los más protegidos tienen arte, y eso quiere decir que se enfundaron en el alma de una persona que amorosamente le cedió las manos, les torció los dedos, los dejó de medir para ponerlos en perspectiva, los hizo ver bien de lejos y de bastante cerca que apenas se miran.
Son una orquesta de sonidos cuando avanzan adentro de un camión muy viejo trasteando rumbo a otro aposento, o cuando son lavados o martillarlos para darles una forma distinta que los disponga.
Hay objetos muy nuevos que brillan ante nuestros ojos, otros con el tiempo se hacen opacos, pero su señorial presencia hace que no evitemos mirarlos antes de entrar y cuando salimos de donde estemos.
Por la noche, la jarra mira al cántaro inmóvil que, sin uno o sin dos, se siente inutilizado. Los vidrios que se doblaron hacen de la jarra un recoveco para pasar los años en el agua.
Parpadeamos y los objetos, mariposas diurnas, siniestros murciélagos de noche, se acoplan a los ojos desnudos.
Hay objetos cuadrados que bien pudieron ser redondos. Y al revés.
Miro de nuevo y veo los lentes acostados, echándose un sueño con los ojos cerrados. Me los pongo y noto que nada ha cambiado: Yo soy el objeto de ese objeto.
HASTA LA PRÓXIMA.
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