Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Tampoco el mar llevaba alas aquella noche, ni esta calle filtraba las paredes, pero el aire se esparcía adolorido, se hacía remolino.
Hay algo más que esto que vemos. En la valentía de los brazos, en el estruendo de un cabello de mujer. Al otro lado las cosas existen, sobreviven a los curiosos que lo ven formalmente. Atrás de las cosas siempre otra cosa pasó.
Sobre los objetos y su arte natural ya se ha escrito. En el jarro recreo las formas, el suave contorno, el contexto curvilíneo.
Atrás del jarro está el ser que lo dibujó en la mirada sin rostro la noche aquella. A veces es el jarro quien sujeta la mano, la aprieta.
Pienso en la cavidad de un zapato a lo lejos, no tan lejos de la esquina del cuarto. La noche puede estar encapotada de nubarrones gruesos. El zapato es un viejo austero, la forma del hueco luce ahora que la veo bien sin sentido.
El arte menudea en la oscuridad del túnel que es la cavidad vencida de un zapato desgastado. El claroscuro, ese ruiseñor del himno que debe ser la obra maestra de quienes ahí viven.
Más allá de lo que vemos están los objetos reales, los que no nos dijeron. Siempre hay uno o dos fundamentales. Atrás de la memoria están los juguetes perdidos del arte, la emoción, la literatura, pero más allá de la emotividad se mira uno.
El objeto entonces, ya contundente, de simple recipiente, ahora frente a mí, adquiere otras connotaciones, eso tiene de bonito la vida. En los objetos se ve la vida de las personas, el sustrato metálico, la líquida memoria.
Los zapatos entonces se disponen y arrancas tierra adentro como barco apresurado, con las suelas encajadas al cuerpo.
A mitad de Dios escucho las pláticas ajenas. A veces apedreo a un perro de por la casa.
Más allá de la memoria, pues qué pueden ser los años, está la realidad. La que no vemos. Alguien desde niños nos dice cómo es la supuesta realidad y así la aceptamos. Es lo que vemos y olemos. Más allá del cuerpo está Dios en nosotros, atrapado.
Voy por un polígono irregular en una colonia olvidada. Afuera de mí, el viento que no falte. La noche acaba de caer de plano escandalosa. Desde mi casa me veo. Si veo los objetos, recreo la tarde aquella, la voz, el debido silencio.
Al otro lado de la noche hay un coro que canta un himno. Pocos son capaces de escucharlo. Luego como una fortaleza una ola se acerca y a los pies se acuerda y se va entre la espuma. Son los sonidos naturales. La sinfonía de la noche, los ariles urbanos.
El aire se hace remolino, cabello de mujer en una plaza empedrada pero con relucientes bancas. El aire que respiro se queda adentro del alma, como en un bar.
HASTA LA PRÓXIMA.
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