Por Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Como cada año, los victorenses tienen una cita con sus muertos. Esto se da, al igual que en otros panteones de la ciudad, en el emblemático panteón de la capital, el del Cero Morelos, conocido así por los nombres de las calles que convergen en su entrada principal.
Las familias victorenses lucen su sencillez en la tradición al llevar un ramo de flores. Hay aquellos que llevan un pequeño conjunto musical, un trío según le haya gustado al difunto, un fara fara, o entonan cánticos de alguna religión. Esto ocurre sobre las tumbas de los muertos más recientes.
En su gran mayoría las lápidas están olvidadas por los familiares. Son pequeños monasterios, capillas del olvido que nos hablan cuando pasamos a un lado, las brincamos, nos apoyamos en las cruces derrengadas, dobladas con la mano del tiempo, en el amontonamiento de tumbas de este viejo panteón.
Pase a su edad (1750), el panteón aún recibe muertos. Hay un círculo que contempla la caducidad en el caso de aquellos cuerpos cuyos familiares no compren el terreno, el de la última morada.
Pero en el otro extremo, aquí están enterrados algunos personajes que aportan un legado al escenario histórico de la capital, héroes de las diversas guerras que el tiempo ha atravesado con sus muertos, ciudadanos honorables de una logia, católicos, evangélicos y miembros anónimos de la comunidad, y de aquellos en cuya cruz, la letra de tan borrosa ya no alcanza a mencionar su nombre.
En la pared de la entrada fusilaron al general revolucionario Alberto Carrera Torres.
No es un panteón de espectaculares bóvedas o monumentales estatuas, es más bien un sitio histórico. Es un enorme manchón en el centro del área urbana.
Tampoco se han inventado grandes leyendas de seres que regresen de ultratumba o aparecidos que alguien haya mencionado. Es un panteón tranquilo.
Durante una pompa fúnebre la carrosa sale de la Basílica de Guadalupe y de ahí, si se quiere, se puede ver la entrada a este panteón. Luego la retahíla de dolientes y acompañantes de los dolientes hacen el cortejo que los lleva derecho.
A la entrada se da uno cuenta de la atmosfera que priva en el entorno, un misterioso eco de silencio y se respira un aire fresco.
Ha venido gente muy temprano y prendieron algunas veladoras de llamas temblorosas. Las señoras arrancan el último zacate con la mano. Hay niños que hacen eso de llevar agua en un bote y limpiar.
Por encima de las personas comienza a calar el sol y hay pinos, rompe vientos, framboyanes y orejones. Hay humedad por la vegetación que crece con gusto el resto del año. Huele a humedad, huele a amanecer.
Hay señores muy pensativos rememorando los momentos más increíbles de los que tal vez nunca pensó acordarse del difunto. La memoria no tiene memoria. Señoras que los acompañan todavía con la mano en la boca en señal inequívoca de silencioso respeto.
Hay de todo, quienes no bajaron de la nube o la red durante una larga visita, y aquellos que tocaron la base y se fueron. Hay personas cada vez menos con el recogimiento debido o como era antes, porque ahora se luce el colorido de los vestidos, la falda al gusto, incluso la mirada tranquila, menos solemne.
Ahí frente a una cruz un joven se perdona otra vez ante la tumba de su madre, el consuelo es ir, andar por ahí cerca del cuerpo, aun sabiendo que ahí solo hay restos y en muchos casos solo el polvo.
En Ciudad Victoria el Día de Muertos no es un día de grandes aspavientos culturales como se da en otras partes del país, más bien es un acontecimiento callado y de reflexión, pero eso sí, bastante concurrido.
Afuera los vendedores se enfrascaron en la clásica competencia de oferentes despreocupados, pues como todos los años, en estas fechas hay para todos.
La gente que comenzaba a llegar todavía no terminan de entrar y así será todo el día, hasta que oscurezca y prevalezca de nuevo la soledad de las tumbas, después de un Día de Muertos.
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