Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Sin llegar a los extremos- que para eso están las calles de nuestro México, como un gran ejemplo del extremo lapidario y mortal-, la violencia tiene un origen, un nacimiento.
También en algunas partes la violencia se oculta y es posible encontrarla rodeada de mucho cariño, de agasajos y apapachos envueltos en abrazos, halagos y finos regalos que esconden la verdadera intención del criminal aguzado.
La violencia se expresa en los excesos, en el consumo, en el derroche y en los movimientos rápidos a la hora de que una mano estrecha otra mano.
Es violencia verbal la de un patrón patán que le habla grueso y para abajo a un empleado o como cuando el día de pago no llega y cuando llega se anda burlando, es una provocación a la violencia, es un origen.
Hay violencia en el viento que golpea las puertas y las azota contra las paredes lastimadas e incólumes; en venganza, las paredes despedazan los marcos de madera, zafan las bisagras, tuercen los tornillos que caen doblegados al suelo.
El viento arranca un árbol de cuajo y esa virulencia tan contundente promete al viento entrar infame sobre los suelos áridos y tristes, por donde, además, ya se abrió paso a todas las violencias del aire. Si se cayeran todos los árboles, no quedarían seres sobrevivientes. De ese tamaño.
Hay violencia en el silencio que lo tolera todo, pero además lo permite todo, pues el violento sabe que es un manjar y hasta lo protege, lo asume, lo financia. El origen del silencio es a la vez la violencia.
Suele haber violencia en las palabras que se escogen contra la violencia, contra la paz misma, contra la buena voluntad y las malas intenciones. Hay violencia en la palabra dejada ahí a cambio de todo, de un espejo, de un cristal opaco, de una nube, de una cortina de humo.
La violencia, ese viejo depósito de mentadas, de palabras obscenas que van y fundan las manos empuñadas, los dientes apretados, el brillo de la daga o la sana y soberana distancia, no está sola.
La violencia se complace en invitarle unas cuantas botellas de whisky, dos cigarros y un café en el restaurante de lujo. No se podrá quejar. En este país lo espléndido es cuando en la cúpula se gozan las mieles del placer, debajo de la mesa las patadas van a dar a donde usted, un simple ciudadano, que no pregunta ni siquiera por qué. Mucho menos querrá saber el número de placas del trailer que lo atropelló después.
La violencia mata los piojos, las sombras, los miedos hipócritas, las ganas de andar jodiendo, las multitudes ensordecedoras, o hiere la soledad buscada ansiosamente en un sitio recóndito del cuarto donde nadie duerme ante el estrepitoso y muy conocido sonido de los balazos.
Se mata el olvido y el recuerdo, el ser, el no ser, las ganas de morir, de comer pan y beber café.
Y sin embargo, el más vale aquí corrió, no es más que un juego de niños comparado con el asesinato de nuestra soledad y de nuestra colectividad.
HASTA LA PRÓXIMA.
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