Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Bajo mis pies está la ciudad, la ciudad eterna. Con los pies hago rodar el mundo mientras la ciudad crece y me envuelve.
Es un espacio del tamaño del número que calzo, como mis zapatos, van conmigo a todas partes, los llevo más que los traigo, con excepción de cuando me distraigo.
En un extremo un dedo rasca la comezón inoportuna, encajada ahora como una espina benévola, se tuerce por dentro de la espuma que es una esfera, me inmoviliza y me espera.
Mi conciencia lleva libres la manos para simular alas por fuera, por dentro soy el mismo que masca un chicle, que resuelve el trajinar continuo de los hijos de la carretera. El camino es el mismo, pero nosotros desconfiamos de las piedras.
Ignoro en qué momento empezó este constante comienzo, porque de saberlo empezaría de nuevo, cada paso que doy va a donde mismo y vuelve como un balón que retacha en un paisaje de madera.
Alguien deja que hable, que pronuncie la palabra correcta, otros prefieren verme callar y callan a su manera. Me han visto y muevo las aletas, nado ahora en los pastos mojados de mi silueta.
Hay un solo árbol, una casa es cualquiera, un carro, un impulsor de garabatos para una sola letra.
En las plazas todos van a pasear los huesos de sus tardes, las marañas, las pringas emotivas, los cantos pardos de las aves. No sólo la soledad sabe, juntos los pies saben que se tienen que recorrer de un lado a otro, que hay que pisar un suelo ajeno, que de pronto no hay suelo, nos sé que piensen, oscurece.
Los pies cruzan los dedos en los sueños que perdieron, el puente largo desdoblado en pequeñas porciones de hielo. Denle una pelota a los años, vuélvanlo seductor más que tropiezo. Hormigas y orugas son los dedos.
Los pies enlazan las calles, son los dueños y los ladrones, los legítimos dignatarios de un gobierno en el suelo. Desde ahí tiranizan al tiempo que pasa por su cuerpo.
Si pudieran, las plantas de los pies volverían a sembrarse y serían un árbol por ejemplo, ¿por qué no?, otros han sido ramas a rastras, pedazos de cielo, arrancadas, sujetas al pellejo.
Conmovidos hasta el cansancio los pasos promueven la saludable distancia. Y en su despecho, con el tiempo, destrozan los zapatos siempre antes, antes de dejar de buscarlos para emprender el momento religioso de colgarlos.
Del regreso a los pies, vuelve la noche en milimétricos recuerdos, la ciudad se ha soltado hace rato de los dedos y en pleno desvelo rozan con inquietud una caricia rota entre todos, se dan valor para volver a pisar las calles destrozadas por el opio, en plena comezón del dedo gordo.
HASTA LA PRÓXIMA.
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