Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Hay que buscar a Cristo, ese hijo de Nazaret. Hace rato que se escuchan las señales, el crujir de huesos, parece que ya viene. O ya vino. Hay que buscarlo debajo de las piedras, en los mares ralos, en los lagos y grandes silencios de los álamos, entre las balaceras mismas.
Antes de que se nos adelanten hay que buscarlo para matarlo o impedir que nazca. Será una muerte sencilla, esta vez sin grandes ceremoniales. Ni siquiera tortura como se estila. Simplemente un balazo en la cabeza acabará con su triste vida, el tiro de gracia, como se dice.
Y debo reconocer que otros serían más sanguinarios: podrían extraer sus órganos vitales con la mano, hacerlo pedacitos en este tranquilo pueblo, cortarle la cabeza e irla a dejar a una parte específica con un mensaje, podríamos hervirlo en ácido, enterrarlo, escarbarlo, quemarlo en un infierno chiquito.
Lo negaría mil veces para dejar más contundente ese hecho al resto de la humanidad o lo que quedara de ella. Lo asesinaría a mansalva sin decir agua va en cualquier callejón sin salida. Mantendría contento al imperio.
Si es que todavía no viene lo encontrarán mil judas dispuestos a vender su alma al diablo por traicionarlo como es la costumbre. En las copas la borrachera seguiría infinitamente en las bodas de Canaán y se alargaría hasta la última cena con lo que la raza quedaría contenta, por el momento.
Lo mataría y vería su rostro verme desde el suelo. Notaría mis razones existenciales para hacerme famoso. La motivación de colaborar con el merecido esfuerzo, con la humanidad hecha canalla, real, sincera hasta volverse literal.
Un hombre debe sentirse bien o mal al ver el rostro de ese cristo en el suelo sangrando. O tomar un puñal y clavarlo, buscar algo con qué golpearme a mí por matarlo. Puede, ciego de ira, antes que nada pedirme él también que lo mate, que siente morbo por ver cómo por dentro me hago pedazos.
Ahora, mal que bien, ya solos, puede que cristo me confronte, y quién sabe. Tampoco he pensado en la eventualidad de rajarme. Nunca lo haría. Sé tirar y he sido golpeado muchas veces, como él, según sé.
Hace días que he pensado dejar la mano pelona para pasar a la desprevenida mano cochina, irme a las piedras, al descontón gacho.
Obligado así, espero que cristo salga de su aposento, lo acecho desde hace noches para entregarlo o para yo mismo asesinarlo. Hay una sombra que se acerca, alguien viene, trae un manto largo que arrastra otra sombra, está junto a mí y despierto. Ni siquiera pude orinarme de miedo.
No suelo matar a cristo muy seguido, esta es la primera vez que quiero. En alguna parte ha de estar o no ha nacido. Hay que buscarlo antes que otros lo hallen y lo crucifiquen repitiendo la historia para victimizarlo.
Ojalá cristo naciera y muriera en el anonimato, sin nosotros. Porque de alguna manera habría gloria en ser bueno por sí mismo, como la mano que aprieta otra mano, las de uno mismo.
Pero de ahí a querer ejecutarlo debe haber un tramo. Ya no quiero estar midiendo cuánto le queda ora sí que al cristiano.
Muchos aman a cristo, lo sé de antemano y habrá que enfrentarlos, otros lo quieren por así decirlo, nada más de palabra, otro han oído hablar de él, pero no se acuerdan dónde.
Todavía no lo mato. Llevo días intentando. Cada que sale ocurre algo inexplicable. Como han de saber, tiene sus poderes el bato.
Entre una multitud ando atrás de él como si yo, su probable asesino, fuese su discípulo. Comienzo a decir, por alguna razón por mi desconocida, sin que nadie me lo diga, que deberíamos amar a nuestros semejantes como a nosotros mismos. Sin querer van varias veces que lo digo, antes de hacerme famoso o de arrojarle una patada a un bote de lata. Antes que nada.
HASTA LA PRÓXIMA.
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