Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Escribo con los dedos grapados, en grupos de falanges, encerrados en círculos minúsculos. Escribo a fe ciega.
El poema es escafandra suelta en el mediterráneo de la noche. A tientas escucho: esa es mi labor. Sobre una resbaladilla infinita escribo.
Cada voz se escribe en el eco, se hace escritura, luego fuego. La larva es un silencio que luego es voz.
En los albores, la palabra no existía. Se movía entre nosotros. El lenguaje es un símbolo del cuerpo, de quienes somos. Los movimientos que anteceden a la palabra proceden de la memoria. Ante eso, escribir es casi una perversión.
Escarbo en los túneles vertiginosos, siempre en trance, no creo que una frase narrativa o una línea poética sean algo que se resuelva con números ni con gramática. La poesía, por ejemplo, fue antes que la gramática y que la palabra, y mucho antes que la estética. El lenguaje es el aroma de la poesía.
Cuando un poema fluye, escurre siempre la sabia principal de la materia prima, escapa por los poros y lo que queda es escribir un poema. Uno encuentra muchas palabras para determinar un solo poema. Todos escribimos un mismo poema, desde el comienzo de los tiempos. Todos somos poetas y el poema.
Con las limitaciones del caso se bajan las palabras y se intenta inútilmente reproducir aquel símbolo, aquella presentación de objetos sucesivos y cotidianos en la liviandad del ser humano que se es.
Todo es poema, la diferencia estriba en dónde encarga uno las palabras, dónde las deja sueltas a que se reproduzcan. Pero aparte, un buen poema contiene el don maravilloso del asombro y de la ingenuidad.
La sucesión de lo que llamamos tiempo es un poema invaluable. Perseguimos un poema, lo acechamos. En una trampa, el desliz de una línea asoma a los rostros que cavan en las sombras y sacan su luz.
En contraparte, la poesía responde en sílabas, letras, montones de palabras absueltas de la desolación absorta en ella, contemplativa y gloriosa, militante y apasionada.
En el reducido espacio de la memoria a las manos, nada hay aparte del poema. La locación es constantemente ocupada por la muerte y la resurrección, el incesante avistamiento de la otra vida.
Lejos de resistirse, la vocación sincera de quien escribe deja el prejuicio, los propios quebrantos, las alegorías individuales o existencialistas, a cambio de nada, y se atreve a conquistar puertos inalcanzables.
Escribo con los dedos, la palabra ya existe. Soy los dedos que me asumen, la tensa y fiera pelea entre una voz y la rapidez que me mueve aunque me hunda.
En todo caso la rana que salta el charco cae al agua. El agua nunca se despoja del agua y entre el silencio crudo de una página en blanco brinca de nuevo la rana, para caer otra vez en el viejo poema que le ahoga y le rescata.
Escribo con el impulso, desde la soledad hueca de la ropa sin cuerpo, en el alma invisible de la roca, sobre la tersa caricia en un momento exacto, desde Heráclito, desde los griegos, desde la rumiante esfera del recuerdo, en las protuberancias de las paredes, en los manchones del incendiado paisaje, tras la humareda de la cortina de humo que es mi casa.
HASTA LA PRÓXIMA.
Discussion about this post