Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Vitoria, Tamaulipas.- De pronto todo se detuvo. No fui yo quien dejó de caminar y aletear mis brazos como quien avanza empujando el aire de esa manera, como nadando en el espacio, dando manotazos. No.
Por instante pensé que era mi imaginación, pero yo mismo intenté moverme y aparte quise ver si detrás de los coches aparcados a media calle surgía una persona que me aclarara que todo era una broma y que estaba yo en un programa de engarróteseme ahí o algo por el estilo.
Pero aunque vi algunas personas, estas no se movieron, me observaban tal como yo a ellos, sorprendidos de este suceso tan extraño.
Estaba como pegado en el suelo, así que en los vanos intentos por separar un pie del suelo, este se adhirió aun más fuerte como negándose, como si hubiese adquirido vida propia y ahora deseaba echar raíces.
Mi intención era noble, según se podía apreciar en la posición de ánimo en la cual quedé, con el cuerpo echado hacia adelante. La vista al frente, buscando.
Al fondo noté la calle amarillenta por la tarde, la estación invernal y el sopor extraordinario de los años en sus hojas borrosas. La lucha por existir había sido dura en el bulevar de esta mirada que ahora notaba con desconcierto que estaba en medio de una plaza.
Noté que no había ni siquiera personas, el resto de monigotes eran igual que uno, pensativos siempre, ellos habían llevado los años allí, eran héroes desconocidos por la fanaticada y el tumulto de un centro comercial.
A un lado de mí, un chiquillo dejó una bolsa de sabritas atrapado del dedo de mi pie izquierdo. Hay basura. No puedo mover siquiera ese dedo que atora el tiempo y no permite que siga, como antes.
Pronto llegarán los pájaros curiosos, o pasarán los niños preguntando quién es éste apuntándome con el dedo. Yo no seré una estatua. La noche se deja ver sin compasión. No me puedo mover.
La noche se vuelca en las colinas y de un zarpazo borra mi nombre deletreado en cualquier momento, mal escrito, mal cincelado por un artista amigo y ciego.
Amaneceré y saldré de esta capa de yeso adherido a un papel y un alambre. El pestañeo del corazón es un pájaro en la niebla. La bruma me envuelve y salgo de mi hueso.
Hay muchas historias que se cuentan después de una cierta. Pero esta, que siendo cierta no lo fue, simplemente amanece. La plaza es la soledad del sol principalmente ahora que todo el mundo la ve.
Me asomé para ver al narrador de esta historia, que se había sentado en el redil de la banqueta, al borde del pedestal donde yo permanezco inmóvil.
HASTA LA PRÓXIMA.
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