Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Llegué y antes de sentarme a escribir lo pensé. Es la primera vez que me doy cuenta de algo así como sentarse, llegar hasta ahí sin esfuerzo; la primera vez que valoro lo que es cambiar de sitio y no quedarse. Aun cuando puede uno quedarse de muchas formas, esta forma de moverse es la nuestra, la insoportable.
Descubrí mi cabello un poco largo, acostumbro así, no habría demasiado tiempo para estarme ocupando de esto y aquello de mi cuerpo si me siento a escribir, pero puedo elegir entre ser un Dandy o un descuidado, que la gente, esa sociedad que conviene a muchos comparen sus gustos, diga que si no fuera por ese desaliño hasta podrían dirigirme la palabra, y ya estoy cansado de ponerles coma, para esperar a que me hablen o punto y seguido y muchas veces punto y aparte para seguir con mi vida.
Me di cuenta de mi ropa, un poco andrajosa por el largo camino a solas en el sol, aunque a solas y acompañado si no te apuras quedas deforme, pues la ropa transfigura la percepción, le dan un plus.
Yo me conformo con cubrir mi desnudez del fío, estoy adentro de una casa que arde.
Ya estoy aquí. Listo para escribir. Siento como que corrí en el último tramo, mi respiración pausada se agita en otra pare, en la mano, en los dedos que expulsan el aire que lo comparten.
Las letras brotan del alma, del cuerpo, de la piel, se hunden en el papel y se esponjan haciéndose nube de silencio, respiración de vacío.
Escribo algo, no sé, tal vez todavía no. Escribo. Debo estoy loco. Siento los dedos moverse a su antojo y los detengo, van y vienen por la memoria del teclado por los rasgos definitivos de los ideogramas que se forman en el cerebro, las deformes molduras de las palabras que se aferran a un encuentro con mis manos, que desean salir a decir algo.
Las letras no dicen, voy por palabras y encuentro espacios y en los espacios luego de un rato surgen pequeños retoños que cubro con las manos, los dejo acercarse y se hacen.
Son machas en principio, retazos de tinta, luego el aire descifra la primera letra que deja un espacio, ahueca un ala para la otra que la empuja y uno observa detenidamente.
Hay un tramo distinto, me sumerjo, me ahogo ahora sin sentido, estoy pidiendo ruido, techo de luz, paraísos artificiales, estruendos pernoctados en la conciencia, largos, tendidos como hilos sujetando un esfuerzo y luego todo se revienta y hay un recorrido terso por la nuca que se detiene a contemplarme, severo, entrecejo, encabronado, emputado, sumamente absurdo.
Escribo en la línea, en la última, siempre es la última, nadie me espera al final del cabo. Suelto la primera palabra y el mundo borra todo, todo lo que había dicho.
HASTA LA PRÓXIMA.
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