Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Uno espolvorea los colores de una hoja que cae. Entre la hierba de pronto nace un árbol. La noche me atosiga, me sufre en carne propia, es mi víctima inconsciente.
En el viejo reloj, un misterioso vaso lacustre le da al tiempo el tiempo nublado. La espera de las gaviotas es infinita en un manojo de plumas, ha rodado el silencio por la ladera, es un remolino prendido a la pared de árboles led enredados en los postes.
En la desplazada aurora de las cordilleras una cristalina transparencia es sonido, luz seca y platinada. En medio oscurece de nuevo.
De nuevo: dije el dibujo trazado por una serpentina del cuerpo, en el brazo de una hilera de conchas marinas, abajo, es imposible leer los círculos, los metros cuadrados de la secuencia que le dan valor al bosquejo.
La mano que dibuja se tuerce y se vuelve raya, ventrículo destrozado en pequeños caminos de sombras y lunas con claroscuros serenos en el fondo de los ojos.
De una vez se queda un poco de hueco en el estómago, se va riendo el murmullo, de abajo cae al techo que relumbra en un soplo de idiomas infinitos. Perpendiculares van los pequeños espacios que borran el cuadro, el matiz doblado no da abasto en un baile de muecas.
Detenida en la línea horizontal, un resbaladero de pompas se cuelan entre los dedos se mezclan porque se han unido en una docena de admirables planos. Entonces cojo el lápiz y le doy filo.
Detrás del dibujo se asoma el último en salir de la casa, entre otros objetos, los cabellos que aún son croquis de un terreno baldío.
Desde una mariposa es que se vuelve a ver el lienzo, enseguida el reflejo es un rostro que ladea un hemisferio lleno de agujas, el tiempo sigue siendo un aliado descompuesto. Desde una fecha a otra no cuenta sino el dedo que aprieta que hace más gruesa la línea ensangrentada y turbia.
Espesa y aguda a la vez, conforme pesa, baja por una escalera la tinta envuelta en una gota de sueños. Ojalá alguien lea esto llorando. Quien dibuja obedece a la mano que insiste hasta que se suena las narices y vuelve al canto.
Dibujas, he visto tus imágenes como cántaros. Sobre una alfombra de tierra, el humo se difumina, como los grandes, a brocha gorda.
Pronto, sin acabado, el expresionista aquel y el viejo litógrafo que en verdad hacen los dibujos de todo el mundo, beben del mismo vino para celebrar una ausencia, la de ellos mismos; cada creación los saca a patadas. Todo es empezar de nuevo.
Empiezo una raya y la uno al misterio encerrado en la creatividad. Detrás de una oreja el lápiz deja ver ya la vocación de sápatra que sacia a la mano que empieza su danza nocturna.
Si se escarba, la memoria podría brotar del papel, pero se alimenta del ego, su especialidad es ser después de lo que se es. La simple violencia de las manos haría sacudir un solo lado de la nave sobre el tripié o el modesto restirado de triplay.
La mesa sostiene los pies del artista, la mano sostiene un dibujo.
Entonces el dibujo cuenta otra historia. Todo da vueltas. La mano que dibuja corta el hilo de estambre sobre una góndola hecha en un descuido, abre la puerta y sale de aquella ciudad.
HASTA LA PRÓXIMA.
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