Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Pintar es permitir que los colores se rebelen. Abajo, en el subsuelo de un lienzo, alguien se esfuerza en drenar agua. La pintura tiene su residencia en el árbol nacido en un bajo relieve, desde ahí se contempla la obra.
Pintar es coincidir por completo en el matiz. Encontrar la fórmula secreta del pecado inmenso, la tachadura, el borrón en medio es textura abierta como una herida.
Pintar es derramar, escarchar, pastorear ovejas, hoyar, correr. Es una serie infinita, ni Dios sabe qué más sigue luego de una línea en el inexperto manto amarillento.
Mejor aún, pintar es pintar lo ya muchas veces pintado desde la muerte. Desde donde se ven partir los barcos, pintar es al fin lo prohibido, lo inentendible que se requiere del arte.
Pintar es prometerse creer en sí mismo. Un humano es capaz de permitirse el esplendor del suave momento de ver un color, uno solo, cuando no haya nadie.
Pintar es presentar, es presentarnos, es presentirnos. Es un honor del alma. Quien pinta, pinta su alcoba, su forma de ser y de vivir los colores en el espíritu quebrantable.
La vida se pinta antes de su existencia. El patio vacío se llena de claroscuros que luego se definen en un accidente de la naturaleza. En un brochazo inmerso, en el caparazón de un sueño, en la envoltura del tiempo, de un límite se pasa al infinito.
Cada uno ve sus colores. En la clasificación general los colores se pierden y vuelven a ser las manchas en un cuaderno, el origen mismo, la sangre brotando en una pintura rupestre.
La forma es un desliz de cerda, la verdad es esa. Luego comienza la farsa.
Pero sigues pintando. Las formas son honradas en vida pero elegiste la humilde opinión de un garabato, como el ónix, la protuberancia prueba los altorrelieves, pero más que lograr fingir, se legitiman.
Quien pinta es un desconocido. Un artista oculto en el barrio. El resto son solo exhibicionistas, vendedores de patrias.
Al fondo, en los precipitados vacíos de un retrato, vive el autor escondido. Hecho a mano, el artista disuelve las partituras difuminadas, se hace responsable del maldito trabajo de pintar lo que nunca quiso, lo que no había imaginado nadie.
Pintar es amar. Es errar. Saber perder. Pintar es para el arte, más allá de colores, un número primo en los pasos que hay de una mano a la ecuación perfecta creada por la mente. Cercanos a Dios es que se pinta, pasada la tarde comienza a brillar el sol en los ateos, y amar es cerrar los ojos y pintar también es el sueño de una rebeldía.
HASTA LA PRÓXIMA.
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