Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Yo digo que un hombre puede si lo quiere caminar por la ciudad y encontrarse de pronto en una esquina sin saber a dónde dirigirse. Puede dar vuelta si lo quiere he irse, o regresar a su lugar de origen. Un hombre puede saber a ciencia cierta si lo que ve es verdadero o solamente intentos de la gente por parecerse a otros y así sucesivamente.
En algún momento el hombre aquel puede obtener si así lo quiere el equilibrio perfecto al andar muy tranquilo por el cordón de una banqueta.
En la tragedia un hombre saca un machete, un hacha mohosa detrás de la oreja y la encaja. Afecta que no ocurra, como afecta que suceda.
Un hombre puede sacar sus propias conclusiones y la devaluación del peso ya no es un tema que le deprecie. Sabe que está sucediendo en términos generales y en lo cercano la reserva del cuerpo no va a perder su valor frente al dólar.
Yo digo que un día el hombre cruza la calle y saluda a brazo alto a Esteban que mide con una cinta un traje sastre. Afuera puede estar un pino o un abeto, y en el cuadro hay dos jardineras con flores como pedazos de neón, para darle un mayor colorido al paisaje.
En el pensamiento errático el hombre confunde el ambulantaje con lirios y valles, alguien grita en la calle y un hombre puede quedarse absolutamente solo entre tanta gente. Meterse a los resquicios de esa sombra.
A cada momento los cables del rotor de postes, cuadrícula de alambre sostiene las paredes. Tiembla al fondo el espejismo ingrato de un día de sol. El sol es un cuerpo llanero, un fugitivo ligero, un acontecer fuereño.
En la memoria nace una imagen que se esfuma en el aire, es un borbotón de imágenes como mariposas esquivas, y miserables insectos que se pegan al cuerpo. Demasiada luz confunde los colores de la foto. La envaneces. Un buen lugar es una cita a ciegas con la sombre. Un claroscuro perfecto, un matiz despedazado en la cara.
Un hombre puede si así lo quiere saber un poco más del agua hervida, su extraña procedencia, su desliz angelical por el ambiente. La luz seca las apalabras en una taza de té. Los sobrevivientes juegan en una mesa su última partida. Morirán cuando la luz se apague y un ser solitario les dispare desde adentro.
En los escaparates se hizo experto el olvido. A la distancia anónimos hombrecillos se alejan y secan la ropa en los tendederos del cuerpo. Es una antigua marcha de historias derramadas, nacidos y muertos, niños eternos jugando en los patios.
Un hombre puede patear un bote a las tres de la mañana, pisar una rana, desaparecer para siempre. Dormir, callar un secreto, dejar pasar el tiempo. Reventar por dentro, inventarse, militar un ejército de menesterosos, comandar un pisapapeles que va de un lado al otro del anacrónico escritorio.
HASTA LA PRÓXIMA.
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