Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- No recuerdo cuándo fue la última vez que pensé correctamente. Como tampoco recuerdo la última vez en que estuve loco. No sé si vivo o estoy muerto. En alguna parte escribo, sin embargo.
Aunque mi memoria está intacta, con sus olvidos y todo. Lo digo porque ahora en este lapsus en que puedo decir algo, antes de comenzar a ver lo que nadie ha visto, más vale les advierta sobre el desarrollo de esta lectura, si es que hay lectura en ella.
Mi vida prescribió extrañamente. No porque no debiera haber muerto, sino por las razones de que la vida misma por poco me agarra a pedradas y aunque yo me hubiese querido aferrar a ella la muerte es también un lugar común tarde que temprano. Así fue como llegue a ella o ella llegó a mí, es igual, supongo, en este tipo de casos extraordinarios.
Hace años durante las noches comencé a escuchar ruidos extraños y a ver movimientos que me parecieron raros en el pequeño cuarto de 4 por 4 todo terreno, que habito. Que conozco bien a bien, centímetro cuadrado por centímetro cuadrado del viento. De repente de nuevo un ligero traqueteo en el aire y luego de nuevo el silencio, en el breve trecho.
Caído, escucho el ruido, desde entonces siento escalofrío cuando recuerdo esas noches. Luego ya era común ver a la muerte ahí sentada en la única silla. Yo me acomodaba donde pudiera estar lo más lejos de ella. No debo decir el clásico “me dio miedo”. A mí para esas horas ya no me daba miedo.
Aparecía el esqueleto sobre una sombra que crecía en la pared, temblando ante la luz de la vela y luego el sonido de la voz quebradiza que fluía de la calavera se hacía evidente en un vapor transparente que ondeaba, era la muerte.
La muerte es humo de hollín, yo la he visto en el suelo desde que necesitaba dónde quedarse y yo le di asilo en mi alma, en el nicho pequeño, en lo que quedaba.
Durante el cuarto mi vista podía observarla a mis anchas, pero en otras ocasiones se dormía en una parte de mi cuerpo, nunca supe en qué parte. Si no ya se los hubiera dicho. No la veía.
Un tiempo no nos dirigimos la palabra. Se sentaba a ver la televisión ensimismada y como si el tiempo fuese uno solo, que no contara para nada, tampoco apuró el inició de una conversación sino hasta el año pasado, por una insignificancia.
El caso es que la muerte cumple una función importante cuando revivo, y cuando vuelvo a morir escribo. Uno no escribe, vive, escribir es un don de los muertos. Aprendí las mañas de ambos lados. Por eso dicen que arriba y abajo es lo mismo, el suelo es también el cielo.
Debo aclarar que, antes de llevarla bien, todo fue un proceso, pues la segunda vez que la vi con claridad nos vimos a los ojos. Eran unos ojos muy lindos. Miento, no se veían con claridad, nunca se vieron con la claridad que hubiera querido verlos. Había ya en ellos cierta lejanía.
Una madrugada en que salí a comprar unos cigarros al Oxxo amanecía rápidamente. Yo regresaba a casa, cuando a mitad de camino sentí un ligero mareo, y fue entonces que la muerte me mostró el lado siniestro de su rostro.
Ahorita que lo digo, antes que comience a perder el sentido de las palabras, o a sentirlas como realmente son, heladas, de comenzar a decir lo que se vive al caminar el sendero que empieza donde termina, confieso que la muerte, desde ese día que voy a narrarles, vive conmigo.
Fue un golpe real el que me volvió loco. A lo mucho dos golpes muy fuertes, uno por la nuca y el otro dio en una parte del pómulo, que me hinchó también el ojo.
Algunas personas que me vieron caer y luego tendido ahí en el suelo vieron un cadáver. Así me vieron. El día amanecía rápidamente, de modo que no pasaron más personas que dos: una de las cuales se dedicó a robarme lo que no traía y el otro me preguntó que si hablaba a la Cruz Roja, -no-, le dije yo, ya muerto.
Les decía que el primer golpe casi lo vi venir. Era un brazo oscuro y delgado, recubierto por un manto largo o manga larga que lo cubría. Pensé que era la fuerza del mareo, que me estaba desmayando, pues el golpe de tan fuerte me arrojó sobre una barda.
Luego, antes de caer, vi que la sombra ahora ya de frente me golpeaba en el pómulo con un objeto que parecía un tubo. Supe después, con los años, que había sido la mano del esqueleto.
Luego de ahí cerré los ojos y seguí caminando cayéndome, arrastrándome en tramos, hasta verme adentro de mi propia casa, viendo la televisión, esperando.
HASTA LA PRÓXIMA.
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