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Matamoros, Tamaulipas.- La que salió de la boca del teniente aquel, fue una ominosa sentencia.
-A ver muchacho: si saliste igual que tu papá no te va a temblar el pulso, fíjate bien, son esos dos cabrones que van saliendo de la cantina. El panzón es el síndico y el otro el regidor.
Apenas recibida a orden, el joven voltea ver a quienes serían sus víctimas y se apresta a cumplir la encomienda.
-Espérate cabrón, a dónde vas.
-A cumplir sus órdenes mi teniente…
Abre la puerta de la camioneta, baja los pies, da la última fumada a su cigarro de marihuana, inhala profundamente el humo y con la mano izquierda saca una escopeta recortada calibre 12. Cruza rápidamente la calle para encontrarse de frente con el par de autoridades municipales.
Los encara y los sentencia.
-¡Hasta aquí llegaron putos!
Casi al mismo tiempo que los sentenció con la palabra, disparó dos veces con la rapidez del rayo. Más de 100 postas se introducen en los cuerpos de los señalados por su teniente. Ambos caen al suelo bañados en sangre, sin proferir ningún grito, en medio de convulsiones y el estertor de la muerte en un sonido ronco y extraño que salía de sus gargantas.
Regresa a la camioneta y el teniente ya lo estaba increpando.
-¡Pendejo, quién te dijo que te bajaras de la camioneta… no teníamos que exponernos a que nos viera la gente!
Al mismo tiempo que lo regañaba aceleraba el vehículo, patinando las llantas sobre el pavimento y dejando un fuerte olor a hule quemado, combinado con la sangre que como río brotaba de los dos cuerpos inertes en medio de la calle.
-Discúlpeme mi teniente, pero usted me ha dicho que las órdenes de los superiores solo se cumplen, ni se pregunta ni se discuten, y yo eso hice.
-Eso sí, lo hiciste muy bien, pero recuerda: un error te puede costar la vida. Aunque no seguiste el plan como te dije, pero en fin, no fallaste y dices que es la primera vez que ejecutas a un cristiano. Pero es que eso ya lo traes en el alma, así era mi compadre, tu papá, siempre decía: me gusta matar cabrones.
-Pos no es por nada mi teniente, pero desde chiquillo soñaba con esto; ni se imagina la emoción que sentí cuando les disparé. Como a mi papá, a mí también me gusta matar cabrones.
-Me gusta tu forma de ser muchacho, y para que veas que soy derecho contigo te voy a decir porqué los chingamos.
-Espere teniente, yo no le estoy preguntando nada, y además ni me interesa.
-Lo sé cabrón, y precisamente por eso me nace contártelo, para que aprendas los vericuetos de la milicia. Es más, cuando le cuente a mi general que tú los arreglaste ni se la va a creer que alguien con apenas tres meses de enrolado en el ejército se haya aventado ese jale. Como quiera me vas a oír cabrón: el presidente municipal de aquí se ha hecho muy amigo del general y como ese par de cabrones disque izquierdistas no lo dejaban trabajar a gusto pos le pidió el favorcito a mi general.
El teniente agarra aire y prosigue contando.
-Yo soy el encargado de planear ese tipo de jales; antes tenía a tu papá, pero ya vez lo que pasó, pero por fortuna ahora estás tú.
LA DIMISIÓN DE JUAN RENTERÍA
Tres años después, apenas de 21, Juan Rentería dimitió al ejército. Quería vivir, conocer mundo, salir de ese pueblito enclavado entre la sierra de monte alto.
No se sustrajo al famoso sueño americano y enfiló al norte. Planeando brincar el charco, como llamaba él al río Bravo, llegó a Matamoros, Tamaulipas. Lo primero que hizo al bajar del autobús fue ir a refrescarse la garganta a una cantina muy famosa que se llamaba “La Piedra”, donde se acomodó en la barra y ordenó una cerveza Carta Blanca. Se dio cuenta que desde que entró, un mesero lo veía fijamente, como escudriñándolo, porque a leguas se le notaba que no era de por ahí. Le llamó la atención un grupo de hombres que estaba en una mesa al centro, todos con sombrero y pistola al cinto.
El cantinero le sirvió su bebida, la agarró con su mano izquierda y la rozó como para limpiarle el pico en su camisa y enseguida le dio un largo trago. Andaba encalmado de sed, porque el calor afuera era de casi 40 grados. De pronto, al regresar la botella a la barra sintió un fuerte golpe en la espalda; se lo dio uno de los dos amigos que recién entraron y se acomodaron a los lados de él, uno en cada banco. Su reacción fue calmada. Preguntó: qué pasa amigo, porqué me pega.
El recién llegado le contestó:
-Oh perdón, te confundí con un amigo nuestro.
Y como si esa excusa fuera de toda validez, solo volteó pidiéndole al cantinero dos güisquis.
Juan Rentería se tragó su coraje y supo contenerse ante la agresión de los dos parroquianos. Sabía que le llevaban ventaja, primero en número y también porque debido a su condición de forastero no conocía a nadie en esa ciudad. Además andaba desarmado y ellos evidentemente no, aunque cavilaba mentalmente cómo salir del problema si seguían molestándolo.
En eso estaba cuando de repente sintió que el que ocupaba el banco del lado izquierdo le vació su bebida en la cabeza. Juan Rentería ya no pudo contenerse y sin razonar, en forma totalmente instintiva, con su mano derecha se sacó una pluma atómica que traía en la bolsa de la camisa y se la encajó en un ojo hasta el fondo al que estaba a su izquierda, el mismo que le arrojó el trago. Inmediatamente después volteó hacia donde estaba el otro, en el momento que éste intentaba desenfundar su colt 45. Pero la mano derecha de Juan ya volaba veloz con la botella de cerveza bien apretada. El arma de vidrio se insertó en la boca del pistolero, tumbándole dientes y causándole fuertes heridas en labios, lengua y garganta. En cuestión de segundos los dos pistoleros estaban tirados en el suelo, berreando de dolor.
Cuando atina a reaccionar bien a bien, el joven voltea a su alrededor y vio con asombro a los otros ocho que estaban en la mesa, todos en círculo y apuntándole con sus armas, menos uno: el que le pareció era el jefe de ellos, Don Juan, le nombraban, con mucho respeto.
Todo el grupo se quedó sorprendido cuando el patrón habló:
-Bien hecho muchacho, fue una legítima defensa.
Volteando a ver a uno de sus hombres, le ordenó:
-Ceferino, háblale por teléfono al comandante Pantoja y dile que se venga para acá y que arregle este asunto; y ustedes (refiriéndose a los meseros) saquen al callejón a estos pendejos. Tú, muchacho, cómo te llamas, vente para mi mesa, necesitas un trago.
Corrió el mesero con otra botella de licor a la mesa del jefe.
-Sírvele al muchacho un trago doble.
-Muchas gracias señor, me llamo Juan Rentería y vengo de muy lejos, de allá por la huasteca -alcanzó a balbucear.
-Pues si quieres yo te ofrezco trabajo; me gusta tu comportamiento y que tienes güevos, que es lo que se necesita en estos tiempos.
-Gracias Don Juan… y con gusto acepto el trabajo.
De inmediato se instaló en una finca propiedad del Don y comenzó como encargado del orden de la famosa cantina “La Piedra”.
Después de pocas semanas Juan Rentería le mandó hablar a su hermano menor, Moisés, conocido como “El Moy”, solo tres años menor que él pero con la misma herencia de felonía y maldad.
Apenas llegó “El Moy” y se enroló en el ejército por consejo de su hermano Juan.
-Para que practiques el tiro al blanco y agarres condición física. Además para que te ganas unos billetes y ya veremos más delante lo de la pasada al norte. Por mientras vamos a prepararnos y a conocer estas tierras, al cabo mi patrón me da buena paga y no hay apuro carnal.
El día de su descanso Juan Rentería invito a su hermano a tomar unos tragos. La parranda estuvo larga y divertida. La terminaron al filo de las tres de la mañana, despidiéndose alegremente.
Pero “El Moy” se quedó picado y, con ganas de mujer, se fue a la zona roja, donde entre copa y copa se entendió con una dama proponiéndole ella misma que pagara su salida para irse con él a otro lado a seguir la parranda. Le gustó la idea y después de varias copas más y un cigarro de hierba mala tomaron un taxi.
-Al cuartel -ordenó “El Moy” al chofer.
-¿Al cuartel? -preguntó ella, y soltó la carcajada.
Entraron al recinto oficial, tomados de la mano, evidentemente borrachos y con una cerveza en la mano. Eran las 5 de la mañana, la hora de levantarse. Sonó el clarín y apareció ante ellos el teniente Huerta, quien al verlos, asombrado les inquirió:
-Que desmadre es éste cabrón -al momento que ordenaba a dos soldados que venían con él:
-Saquen a patadas a esta pinche puta, y a “El Moy” enciérrenlo en el apando 15 días para que se le quite lo pendejo.
A “El Moy” no le gustó este trato, sobre todo el que le dieron a su dama, por lo que respondió al teniente: “chinga tu puta madre pinche Huerta, y si eres muy cabrón vamos a darnos un tirito tu y yo”.
Apenas terminó su insulto cuando la culata del fusil de un soldado se le estrelló en la cara, volándole los dientes frontales y cayendo como regla al suelo.
Dos meses después, “El Moy” conducía una camioneta prestada. Iba por la carretera y casi al llegar al cuartel inesperadamente el teniente Huerta se le cruza en el camino. Aunque tuvo la oportunidad de librarlo y evadirlo aceleró más fuerte y buscó atropellarlo, como lo hizo. Miró por el retrovisor, vio que no venía nadie y dio vuelta en “u” sobre la carretera y enfilo la troka de nuevo sobre el teniente para rematarlo.
Y le gritó:
-La primera pasada fue por mi puta, cabrón. Y ésta va por mis dientes, hijo de tu puta madre. A mí me los volaste, pero qué tal te tronó el coco, perro infeliz, jajaja.
Enseguida corrió a toda velocidad a contarle a su hermano. Sabía que se había metido en un grave problema.
-¡Juan, carnal. El pendejo del teniente se me puso de pechito y me lo eché! -llegó gritándole.
Después de que “El Moy” le platicó a detalle, Juan le dijo:
-Esto es un pedo muy gordo carnal, vámonos de aquí.
Solo alcanzó a subir a la camioneta un fusil 20 que le había regalado Don Juan y enfilaron rumbo al sur, con la idea de llegar a Tampico.
-Chingao carnal, la regaste de a feo. Ya me estaba encarrilando muy bien con el viejo, pero este pedo es muy grueso. Puedes matar a veinte cabrones, pero matar a un guacho, es darte por muerto. Te aseguro que ya te andan buscando y no descansarán hasta vengarlo. Por lo pronto tenemos que llegar a la gasolinera porque traemos menos de medio tanque ¿traes dinero?
-No, hasta en la noche me pagarían y no me queda ni un centavo.
-Chin mano, yo tampoco traigo. Ni pedo, dale, no sea que ya se anden moviendo, más delante ponemos un retén.
-Pero como un retén, si solo somos tú y yo y no traes uniforme.
-Pues ya veremos, lo importante ahorita es alejarnos lo más pronto posible.
Cerca de San Fernando el vehículo comenzó a tironearse.
-Se chingó el gas carnal.
-Ni pedo, oríllate en ese claro de ahí- le dijo Juan, señalándole un acotamiento natural donde también podrían pararse otros carros.
-Abre el cofre y déjalo levantado para que vean que tenemos problemas. A ver quién se para y nos da gasolina y puede que hasta unos billetes, jaja.
JAVIER LARA, LÍDER DE LOS TELEFONISTAS DE TAMPICO
Javier Lara era un famoso líder de los telefonistas de Tampico, muy estimado por el gremio por su don de gentes y de servicio. Era alto y de cuerpo atlético; diariamente iba al gimnasio, por lo que mantenía una vida sana y de respeto. Siempre en sus viajes lo acompañaban dos o tres escoltas, pero en esa ocasión, sin imaginarlo, decidió viajar solo porque simplemente le dio pena levantar tan temprano a sus acompañantes. Enfiló por la carretera en su Ford LTD negro de reciente modelo.
Para su mala suerte, despuesito de pasar San Fernando vio una camioneta y a dos jovencitos que solicitaban ayuda.
Como su costumbre era siempre ayudar a quien se lo pedía, y esta vez no iba a ser la excepción, “La Güera” (así le decían por su color muy blanco y su corpulencia) detuvo la marcha y se estacionó quedando atrás de la camioneta. Se bajó y con toda atención les preguntó que cuál era su problema.
-Quizás sea gasolina, porque comenzó a tironearse y se apagó -le contestó Juan.
-Vamos a ver muchachos, ¿pero estarea?
-Sí, sí estarea.
-Entonces no es la pila, vamos a ver, vamos a ver…
Enseguida, Javier Lara se pone al frente de la camioneta levantando sus brazos para recargar sus manos en el cofre. Todo iba bien hasta ahí.
Solo que a Juan lo atrajo el brillo del Rolex que “La Güera” llevaba en su muñeca izquierda. Los rayos del sol daban de lleno sobre la costosa joya, y los reflejaba directamente a la cara del ex militar. Inmediatamente le vino una maléfica idea a su mente criminal. Sin decir nada, se encaminó a la camioneta, dobló el respaldo de un asiento para adelante y extrajo el tremendo fusil calibre 20, apuntándole a su repentino benefactor, al tiempo que le ordenaba:
-¡Entrégame tu reloj y la cartera!
-¡Pero cómo cabrón, si me paré a ayudarlos, cómo me vas a hacer esto!
-Me vale madres, quítate el Rolex y saca tu cartera.
-Nombre, espera, vamos a platicar. Yo te puedo dar todo el efectivo que traigo pero el reloj no, es un regalo de mi esposa, no me jodas.
Mientras le hablaba, el líder de los telefonistas de Tampico se acercaba lentamente al ahora asaltante. Juan, con la mente ocupada imaginando cuánto le darían por el valioso Rolex y lo que Javier Lara debería traer en la cartera, no percibió que había quedado muy cerca. En ese momento, en un repentino y rápido movimiento “La Güera” le agarró la escopeta y rodaron forcejeando por el suelo. Obvio que se impuso la corpulencia de Lara y en menos de un minuto estaba sobre el muchacho, ahorcándolo con su propio fusil que sostenían los dos con ambas manos.
-Moy, Moy, quítame a este cabrón de encima -le gritaba Juan a su hermano.
El chamaco estaba muy nervioso y corría para un lado y para otro sin atinar qué hacer. Junto a donde estaban pasaba un lienzo de alambre de púas y un poste que sostenía la cerca estaba tirado.
Era muy grande y pesado y “El Moy” apenas podía cargarlo. Como pudo llegó y, tomando vuelo, con el pesado palo le dio en la cabeza al enemigo. Lara rodó por el suelo, soltando el fusil. Juan se levantó de un salto con el arma en la mano.
-Está bien, ya estuvo -alcanzó a decir “La Güera”, levantándose del suelo y escurriendo de sangre de la cabeza, tratando de contener la hemorragia con un pañuelo.
Le dijo a Juan que le daría todo lo que traía, pero siguiendo su misma táctica de ir acercándose para tratar de sorprenderlo.
Esta vez Juan Rentería ya no quiso exponerse y al momento de decirle ¡detente!, jaló del gatillo.
El disparo se produjo a escasos tres metros. Las postas aún no se desperdigaban del todo cuando chocaron en la cabeza de Javier Lara, cuyo cuerpo casi fue partido en dos y se esparció varios metros a la redonda, salpicando con sangre y sesos al asesino, que asombrado no alcanzaba a entender cómo Lara permanecía de pie sin la cabeza puesta en el cuerpo.
Después de salir del estupor, porque hasta “El Moy” se había quedado petrificado ante tan macabro espectáculo, despojaron el cadáver de reloj, anillos, cadena y cartera y se echaron andar a pie sobre la carretera.
Juan Rentería tuvo que quitarse la playera y limpiarse la cara con ella, quedando con el torso desnudo, aunque dado el calor canicular norteño, un joven sin camisa no era mucho de llamar la atención. Así le hicieron la parada a un autobús de pasajeros Flecha Roja que se dirigía a Ciudad Victoria. Ya traían dinero, una cartera repleta de billetes.
Llegando a la capital de Tamaulipas Juan se compró una camisa y siguieron su viaje a la feria de la caña que se celebraba en Ciudad Mante. Llegaron directamente a una fonda, donde comieron con apetito acompañándose con varias cervezas. Más tarde comenzó el baile y ellos, muy alegres y animados, como si tras de sí solo hubieran dejado una gallina muerta, invitaron a un par de lindas chicas y se pusieron a bailar.
Habían bailado varias piezas cuando de improviso les llegó el comandante de la Policía Judicial del Estado, Lolo González, quien les dijo:
-¡Ah qué muchachos tan pendejos, muy cabrones para matar gente pero babosos para ir dejando su rastro por todo el camino!
Directito, Juan y Moisés Rentería fueron a dar al penal de San Fernando, porque como dijo aquél: El que la hace la paga.
N. de la R. La historia se desarrolla en la época de los años 80, con personajes reales de Matamoros, Reynosa, Tampico y Mante.
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