Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Lejos quedó aquella ciudad donde no pasaba nada, lejos y cerca, pues el avance significativo sólo es físico, el resto es añoranza de un mejor tiempo pasado.
Lejos quedaron señorones como don Vidal Covián y su gramática a ultranza, que los chiquillos de entonces leíamos despacio.
La ciudad es un vértigo virulento a la orilla de un río. Las noches frías o calientes son para esconderse, salir de la luz pública y refugiarse en los rincones del comedido pensamiento.
Ya no pasa el sereno con su lámpara de petróleo, pero tampoco pasa nadie por sus calles a las 12 de la noche aunque todo parezca sereno.
Nos rompieron el alma, la deshilaron, nos desfiguraron el rostro y ahí andamos, andando por las calles a ojos cerrados, viendo sin ver lo inesperado.
Las autoridades de los últimos años, han hecho hasta lo imposible por hacer lo que se les da la gana, sin preguntarle al pueblo. Han dado muestras claras de estar más cerca de los intereses personales que en los de la gente.
Los ricos son ahora más ricos y los pobres más pobres, aun cuando en campaña les aseguran lo contrario y se los firman.
Había pocos vehículos particulares y todavía hasta no hace mucho tiempo, a mediados del siglo pasado, circulaban las “jardineras” o las “victorias” que eran coches tirados por caballos. Hoy, sin emplearse a fondo cualquier ciudadano tiene su carrito barato, su auto chocolate, su peor es nada en una cochera que quiere que nadie se la toque.
Sin embargo por más ganas que le han puesto para destrozarla, la ciudad sobrevive. Es una región desolada, de calles vacantes, plazas vacías, negocios largamente cerrados por tiempo indefinido y pasan los años, y siguen pasando.
Los jóvenes preparatorianos son hijos ya de estas balaceras. Los muertos son sus muertos, los de todos nosotros, son hijos del pueblo.
Quienes han muerto murieron por baratos, por cuesta abajo, por desempleados, por ebrios, por drogados, por malditos, por criminales, por inocentes, por desaire, porque se les acabó el baile, el veinte y tienen que ir a rendir unas cuentas a quien sabe nadie, porque si le buscan no encuentran la palabra perfecta que justifique su presencia en el aire.
No han matado las ganas, nos quebraron por la espalda el esfuerzo de cientos de años, nos ensuciaron la limpieza, nos abandonaron en las calles deshechas, nos dejaron sin agua, sin un pedazo de alma a la cual aferrarse.
Hoy Victoria es la joya maldita de la corona, quien se la ponga se hace millonario, pero lo persigue una sombra. Entonces nadie la quiere, andamos huyendo de ella, le sacamos al parche, nos escondemos para velar por nuestras vidas.
En la ciudad que queda, nos volvimos a la defensiva, conocemos un ligero movimiento del vecino, al que se forma en la fila, al que pasa dos veces, al que te observa, al que recién llegó, al desconocido, al que se para en la esquina, hasta que alguien se acerca y golpea a la puerta, pero no despiertas.
HASTA LA PRÓXIMA.
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