Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Es evidente que actuamos automáticamente. El cuerpo trae esa habilidad para moverse pronto sobre los objetos y darles vida.
Hay objetos sin control que vuelan en el aire de nuestra imaginación, hay quizás una terraza, una mirada en la tarde viendo la cara de una mujer en la solera, pero la clave era saber por ejemplo cómo es que nos mantenemos en equilibrio sin pensarlo.
No es verdad que requeríamos esto o aquel objeto para seguir viviendo. Las manos son dos hoyas, el cuerpo es muro y el cielo techo inmejorable.
Parece que las cosas hay que saber vivirlas, pero antes hay que conquistarlas. Son insignificancias del día de mañana, ilusiones, búsqueda del tiempo perdido, de una infamia, de una idea publicitaria.
Un hombre está en la esquina y la historia sigue en su casa donde una mujer muy humilde lo espera. La noche cae como si nada, la gente ya sabe lo que tiene que hacer. Hay charlas nocturnas que cuentan historias de otros mundos, más allá de la imaginación de ese pequeño público cautivo. Entonces los brazos y miradas sienten la soledad del cuerpo.
Nadie puede ir al otro lado del miedo, sin ese otro yo que lo empuje a la muerte, o ese otro yo que lo acobarde. Uno lleva esa otra forma de decir las cosas guardadas en la conciencia para un día claro en cualquier cuaderno, en cualquier pared de barrio.
Nada hace estremecer la tierra. Nosotros somos espacios muy cortos, marejadas que se disipan en la mirada de lejos, movimientos en remolino y pequeños vaivenes.
Somos aire espeso cubierto de piedra y lodo, abrevadero de agua turbia, ónix de terracota tirada en el taller de la calle.
Apenas crees que eres alguien y no es cierto. Lo que escribiste ya no tiene sentido. Es verdad lo que dicen de la eterna búsqueda, la interminable relación del ser con la otredad, de reinventarse y jamás volver a ser el mismo Heráclito.
A media noche quiebro mi voz en los asbestos secos de la memoria y empieza de nuevo a contarse mi historia, otra, la presentida, la de mis demonios.
Sabemos cómo piensan los otros y por eso callamos. Sabemos cómo piensan los otros y hablamos y prometemos hacer algo que cambie el mundo, pero cae la tarde y pasa el día, la noche, la mañana del día siguiente.
Siempre quise tener una voz para contarles, pero la he perdido para siempre. Soy ahora el ser humano que se ve salir a la calle con la mano en la bolsa pensando aquellas palabras que no dijeron nada. Y haciendo cuentas que no salen.
Es mucho pedir ahora que estoy recostado viendo el paisaje, regocijada el alma, reconfortado por el tiempo, el miserable hueco en una piedra, pecho desgajado en el cieno, en los amplios pasillos de un hombre pensando en la noche.
Pienso en quien entre nosotros nos traiciona. El mismo que dice ve y vas, el mismo que se anticipa a la jugada y falla, el que ignora cómo, pero quiere hacerlo, el que cree saber, el que realmente sabe.
El extraño es quien hurta, se acomide, duerme, pero también es un buen soldado y un excelente alumno inesperado, en tu fajín de poca monta, en tus alforjas de sueños rotos, en los libros que no has leído.
Nos habita un extraño. Si tan solo pudiésemos quedarnos y no ser arrastrados. Si quisiéramos por nuestro propio fuero cosas como salir a la calle, ir o venir, comprar dulces en cualquier lado, nosotros mismos por nuestro peculio y nuestras ganas de joder por el mundo.
Alguien se toma la molestia de tomarme por los pies y por las manos, me acomoda en un estuche de madera, tapa con clavos y me libera.
HASTA LA PRÓXIMA.
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