Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Si hablara el interior de esta habitación, recordaría que bajo esos techos altos creció una familia de artistas. Tenían un legendario loro y un perro grande de paso lento. El loro aprovechó un cambio de domicilio para extraviarse. El perro se hizo vagabundo con sus largas patas filtradas por el tiempo.
Afuera no hay viento no pasa veloz, ni se han destapado las cloacas en el vecindario. Sí, el clásico poste encontrado en la esquina, palabras que tocan, las miradas que arden en la oscuridad. Hay vidrios tirados de un envase de Coca Cola.
Lo más importante en el almanaque de años colgado en la pared es el camino a la escuela que viene dibujado, igual que un niño que juega con un dado gigante. Los enciclopedistas traen a los escolapios asoleándose por las calles y nadie les impidió establecer un horario y voltear el reloj de la abuela muerta por aquel entonces en tiempos de la revolución democrática.
Cuando repite uno las historias surgen cosas insospechadas, pequeñas risillas, llantos bajo la luz de una lámpara donde los mentores dan clases en el recuerdo de una foto. Yo vi la exhibición como una película y una carpa de húngaras, dos cucharas de plata en el solar baldío de al lado.
En una de esas trajeron una silla y me sentaron a un lado de la vida. Lleno de espejos el corredor era para eso, correr y resbalarse hasta caer en cada año bisiesto, en la sombra perseguida por la sombra de una sombra perseguida.
Aquella noche dejé la calle y busqué refugio. Los grandes dicen que en la calle se aprende a ser libre. Uno no fácilmente abandona las calles. Hay verdadera vocación por el asfalto. Seres que transcurren sobre los complejos arquitectónicos, el transporte urbano, las estaciones pluviales de la gran ciudad.
El pulso es tantear el terreno. Se denomina arte el saber cuándo y cómo. Con una vara se mide el tiempo de aquí para allá, cuánto ha de valer el regreso. Y cuenta. Entonces el ojo concreta los datos que se almacenan antes de que te veas frente al espejo.
El fotógrafo recogió los rostros y se fue. Es una pena que haya estado de cuerpo presente el sagrado silencio. Afuera no hay perros ni gatos en los tejados cubiertos de moho. He venido como la tarde llega. Afuera un árbol genealógico de pequeñas hojas cae de las manos.
En ese mismo año pasó todo. Los recuerdos del México de Manuel Álvarez Bravo en la pared y la nota periodística se publicita en el desvencijado sofá. No expliqué la puerta media abierta, el piso limpio escampado, los pasos presentidos que iban raspando el futuro cercano.
Algunas consideraciones reconocen que fue un buen invierno a pesar de todo. En el fondo del jardín hay más bajas que altas. La cámara estalla en un flash y la sonrisa vuelve al rostro ajetreado y cansado del día. Lateralmente hay vida cercana, gente esperando.
Como hecho adrede el cuerpo de la ciudad le ha dolido los golpes, los clavos, barrenos de la entraña, telaraña de postes. En algunas precipitaciones pluviales ves el agua retorcerse río abajo desparecer en la bocatoma. Quebrarse entre los baches y pequeños arroyos del subsuelo urbano.
Los clanes dejaron un estrepitoso mandato de gobierno que se quebró en los aparadores de una protesta callejera. Y ella, la ciudad, se asomó desnuda de palabras a ver la procesión de cabrones inconformes.
Me uno al acontecer y transcurrir paralelo. Ese tomar distancia frente al enemigo aparente, hacer boxeo de sombra, instantes antes del espejo.
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