Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Con mis dedos de alambre toco, sobo, acaricio el lomo del libro. Es un vidrio transparente en una vieja cafetería humeante, es una guarecida fila de personas pagando caro su delito de mutante matutino.
El libro es un rumor guardado lomo arriba, enterrado recuerdo entre las hojas que suelen decirlo, que suelen callarlo, que nada piden.
El olor inconfundible a pan y agua somete al aroma del árbol que calló en estas hojas impresas con los nombres, con las náuseas y sus desesperos. Adentro llueve, sale el sol y se asesina la noche. Es cierto que un hombre va por la vereda y se detiene a pensarla, a absorber la delicada línea de su ausencia.
Adentro, mis dedos recogen el grano del polen, las hojas se van dando de una a otra, hasta quedar cerrado el parpado, hasta quedar sedado el ojo.
He tropezado con los recuerdos y las pinturas arrumbadas a la espera, y el futuro son un par de gotas de rocío que mojan la casa y aflojan el pensamiento de madera, de hoja de lana, de papel algodón esquinado, cuadriculado, sometido de alguna manera estrafalaria para un papel tan suave, tal torpe, tan ridículo.
Un gran pájaro es el libro con el nido de pequeños polluelos alebrestados en la primavera, es una ola de calor en la estratagema de la mañana. La luz palidece ante las palabras que salen de tiempo completo, desnudo el cuerpo, calle arriba se van repasando todas las correrías y las angustias de la gente del pueblo.
El libro es un crisol de versos, una enajenante posición del verbo, un maravilloso hilar sin decir nada, apalabrada, enredada en su silabario.
Los libros son manzanas suculentas en la mesa un hombre pobre que no quiere comérsela, la prefiere así, casi soñada, casi todo, casi nada. La quiere para un retrato de él con su familia, una lectura pausada a través de una ventana, una salida al menos que explique el divino hecho de ser tan pobres.
Menos mal que habla y puede decirnos con sus propias palabras las grandes adolescencias, los escaparates para creer y negar las paredes, los útiles escolares, los cuadernos donde escribiste, los espacios abiertos que no leíste.
Es un árbol el libro, es una masa molecular de pensamiento. Con mis dedos de hule recorro su candor cerrado por dentro, aldaba de luces y buenas intenciones. En la profecía un hombre se mete entre el párrafo y muere repentino, sin agua que va o viene, sin disparates, todo cuerdo, todo cierto en las tormentas.
Por las tardes el libro es pedazo de block que sobró de una casa, piedra sobre piedra, manutención del alma ligera que seca, enturbia, y hace volar el pensamiento
HASTA LA PRÓXIMA.
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