Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Subí al microbús en el diez Hidalgo. Ya sabe usted cómo es eso. No hay nadie esperando, pero cuando ven venir el micro sale gente de todas partes y se llena. Comoquiera hicimos acopio de esta delgadez extrema y cupimos en un cachito antes de que se cerrara la puerta. Siempre le atino a las horas pico.
La gente viene aventando madres a diestra y siniestra entre sí, consigo mismos, o por el teléfono móvil. Sudorosos, replegados piel con piel húmeda y apestosa, señora con señores desconocidos y horribles, espantosos rostros del contorno urbano que no sabe uno si son ciertos o se los imagina.
Veníamos muy bien hombre, no sé qué nos pasó. Por la calle Aldama el micro perteneciente a la ruta 12, mejor conocido en el mundillo de las concesiones como la ruta de la muerte 10 y 16, nos hizo pasar por el parque de beisbol derribado por una tormenta tropical y los aguaceros de septiembre.
Agarró vuelo por la calle 16, que también se llamó 5 de Mayo, y Norberto Treviño Zapata, pero terminó aclamada como la gente le dice: calle 16.
Sin embargo, mejor dicho con bastante embargo al llegar al semáforo que está en la calle 16 Berriozábal quiso hacer alto pero no pudo, de modo que el chofer nos alertó a los viajantes: “Su atención por favor, nos hemos quedado sin frenos no pierdan la calma en lo que pasa esta contingencia”. Así como diciendo agárrense de las manos en un epopeya de canción de José Luis Rodríguez “el Puma”.
Y sí. A mi, junto al resto de pasajeros, más bien nos pareció escuchar que el chofer desde su acostumbrado leguaje verdulero y microbucero cruzado con colonia Azteca, la Moderna y puntos intermedios nos arrojaba las siguientes palabras: “¡Hee racita, ya valimos madre, nos quedamos sin frenos, así que agárrense de donde puedan!”.
Vi que algunas señoras se santiguaban de inmediato movidos por un espíritu convocante que se mecía en el transporte. Vi por la ventana un negocio de gorditas y me acordé que tenía hambre.
Muchas veces el microbucero se ha pasado este alto, sino es que todas las veces, por eso me extrañó la preocupación naciente. El mismo chofer estaba seguro de alguna vez haber pasado por este tramo, pero una cosa es ver la calle libre y otra es que aunque la veas libre haya impotencia para detenerse.
De modo que seguimos de “jilo”, como dicen en el rancho. Compartía yo asiento con una chava bastante feíta por cierto. Al menos me gustaría mentirles aquí para honrar estos momentos de podredumbre, de ya valimos queso, pero no puedo en serio. Me gana eso de que si miento me las tendré que ver después con el eterno.
Ya viéndola bien según nos vaya en ese breve y anti promisorio futuro puede que le proponga salir a algún sitio, hacerle su día a la mujer aquella salida de un mundo de fantasía bastante espantoso.
El camión “Mercedes” del año continuaba sin frenos y el chofer acostumbrado a esa velocidad extrema hacía lo posible por controlarlo antes de llevarse a un raspero, sacarle un susto a un vendedor de Bon ice y decirle a una señora que dejara de bocarear porque al rato iba a vomitar el resto y que tuviera ese respeto a nombre de la raza que viaja muy penas aguantando la resaca que amenaza con dar a conocer la cena de hace dos días consistente en dos tacos de frijoles fritos con chorizo.
Una señora se salió por la ventana ante la desesperación de una señora que iba orando al creador hincada con una biblia deshojada en la mano. Aquello parecía el Armagedón en ese reducido espacio intermolecular entre las nalgas de una señora y las manos de un señor salido de una novela de Dostoievski en San Petersburgo.
Al rato el microbús había alcanzado su máxima velocidad y nos acercamos al semáforo instalado en la calle Veracruz.
De la Veracruz ya estábamos en corto de casa así que lo normal era ir preparando la bajada como siempre. Pero había que ver la prioridad encabronada en ver en qué terminaba esta historia.
Fue largo y extraordinario dijo una señora, -refiriéndose al viaje, claro, pero como si estuviera hablando de un objeto sexual sin dárselos a desear- cuando bajamos en la antesala. El camión venía bien recio y me sentí animado, “por poco y llego tarde”, dijo una viejita que horas antes arengaba enfurecida a la banda de la tercera edad contra el conductor.
Curiosamente, el camión se había detenido en la esquina de mi casa y continuó su ruta. La señora que bajó conmigo me platicó entusiasmada de aquella imprevista experiencia. Si yo le contara de la otra vez que me dejaron tirada, me dijo.
De hecho yo estoy muerta, por si usted no lo ha notado, me dijo.
-No -le dije-, no lo había notado. Me toqué el brazo izquierdo con la mano derecha, me pellizqué una nalga para sentirme vivo y me dolió. Era cierto ambos estábamos vivos en la esquina detenidos en la banqueta. La señora había desaparecido para cuando quise interrogarla, es normal, pensé. ¿A poco así anda ya la cosa?
Quise preguntar algo más relacionado con ese misterioso mundo al cual entramos y salimos de la ciudad en un parpadeo, en un paso de sombra, en un chorro de agua, en una chicuelina contra la muerte, faena que hacemos todos los días por la necesidad de usar el transporte. Y quien sabe. Parecía un juego, pero por poco me hago de miedo.
HASTA LA PRÓXIMA.
Discussion about this post