Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Todavía me toco la cara y me duele. Bendito Dios. Lo peor sería que no sintiera nada. Después de todo recuerdo la calle oscura alumbrando apenas al fondo. Nadie se asoma a ver la inmensidad de la calle sin testigos. La soledad ha realizado el levantamiento de pruebas para integrarlo a su expediente prohibido.
Es de noche. Digo lo que vi: un foco rojo pegado a una torre de hierro. Un perro suelto llegando a la esquina escabrosa, había sido un perro fiel hasta la muerte.
-¿Eso es todo? -me preguntaron.
Yo sacudí el polvo de la memoria y aseguré haber visto también la pared de adobe, un cercado de púas y, ya propenso en la esquina, el cuarto donde ocurrieron los hechos. Eso dije con la presión de su mirada en la mía.
Hasta allí llegó el Ministerio Público a encontrarla tendida en la cama, revuelta con una colcha celeste y la mirada fija en el techo, los brazos en cruz. Los ojos mirando un almanaque sin tiempo.
El Ministerio Público, José Natividad, tenía al menos 20 años en ese cargo. Era difícil dar con un valiente como él, que se aventara el tiro y diera la cara en las investigaciones, sobre todo en fechas en las cuales desconoces con quién te andas metiendo. Sin embargo su valentía había quedado en nada ante el arrojo y oprobio de sus compañeros ministeriales. Lo que hay que hacer por un varo.
Bueno, el asunto no era ese. No tardaban las preguntas clásicas del parte policíaco. ¿Mi comandante, díganos quién lo mato? No mamen. Están viendo que acabo de llegar, ya ni la chingan, lo más seguro es que el sujeto que la mato ande huyendo para los Estados Unidos, se haya llevado la lana de la ruca y lo veremos delinquiendo en las otras vacaciones como si pasara nada.
-¿Y por qué asegura que la mataron mi comandante, igual se chachalaqueó ella sola?
Y yo estaba escuchando eso agazapado en una parte del cerebro. Fue cuando me vieron y me levantaron de una patada que todavía me arde.
-Sal de ahí cabrón, qué chingados estás haciendo ahí.
Me dijo el más joven de los tres, que ahora se reunían y cavilaban sobre su responsabilidad en las investigaciones y cómo eludirla.
Yo había estado escondido las últimas 3 horas durante los acontecimientos, así que era una pieza clave en la trama del asesinato.
Luego que les dije lo que vi por fuera, tuve que decirles lo que ocurrió adentro:
Lo adivinaron, la interfecta era una mexicana que frutas vendía, de 25 años y de muy buen ver según se podía leer en la credencial vencida del IFE que portaba en la bolsa izquierda el pantalón en su parte trasera. Con una foto sucia y descabellada.
Cuando tuvo entre sus rugosos dedos la credencial aquella a José Natividad le brillaron los ojos de puro gusto. Tenía ya resuelta otra pregunta: el nombre de la ruca.
Les dije lo que había visto por la ventana con el cuarto aquel en llamas. La mujer retorciéndose de dolor y el cochón escurriendo en sangre. La vi gritar por momentos hasta que el silencio fue aportando fuertes cantidades de acopio, soledades infinitas y ella perdió el aliento en el momento más inoportuno. Yo salí en ese rato, cuando me los encontré justo en la puerta y quise esconderme en el rincón del cuarto que da a la calle.
Puedo decirlo. No la maté, les aclaro. Jamás la mataría. No era mi intención en esos momentos. Fueron mis manos. Los pies. El odio y la locura. Yo estoy aquí viendo lo que hice por la ventana del infierno.
Se sabe que el comandante José Natividad siguió el curso de las investigaciones, hasta instancias exageradas y descubrió el infinito mismo y su finito destino. Murió sin saber la verdad o tampoco quiso decirla.
Si digo ahora, luego de muchos ayeres, que la maté o no la maté, es lo mismo. El tiempo me lo ha dicho, los escenarios no cambian para nada. El tiempo nos juzga diferente y despacio. Digo lo que vi aquella noche y siento el dolor, el mismo que me incitó aquel día a recordar aquella esquina, el mismo lugar, la ventana, las llamas, el brocal de la puerta. Y a ella tendida boca abajo sobre la cama envuelta en llamas. No fui yo, fue mi cuerpo, la ardiente insoportable levedad, la calentura.
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