Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Por las orillas de los labios escurrió la sangre ligera hacia abajo, delgada, roja. En sus ojos inundados de tristeza brilló la desesperanza como arranca de un hospicio de desahuciados. Murió comoquiera.
Fueron los locos irremediables de un recóndito reformatorio. La calle solitaria tejía su propio misterio y se asomaron a ver las mujeres curiosas dejando para otro día el miedo.
Se escucharon los estupendos disparos de bala, perfectos, contundentes, todavía con el resuello de la recamara de la pistola en el embrague de su estertor, ruido que comienza a difuminarse en al aire.
Rota la curiosidad, las mujeres se metieron y comenzaron a platicar, entre ellas, obscenidades absurdas, de cosas que nada tuvieran que ver con lo pasado, no sólo de la violencia que corría afuera, sino de los que acaecen en la vida de cualquier persona.
En los entresijos del tiempo, donde se filtran elementos del cómo vives y estruendos torrenciales, permanecía el miedo, envalentonado en la puerta, llamado a entrar como quien entra muy tranquilo a su casa.
Había barricadas de muertos encubriéndose en los alrededores, se escuchaba el hablar de los muertos, de rostros y rastros que fueron enterrados. Y la gente en la calle dando la cara al aire.
Como si fuese a propósito pasaron las cosas más inexplicables a esa hora, en el acomodo de las piezas, en los refugios más escolásticos de los aclarando amanece. Y nunca hay nadie. Tocan y no salen, les hablas y no contestan.
Cada palabra es promesa, cada recurso se dolor enfermizo es una pieza, cada recreo en el bar es un muerto.
Se doblaron las copas curiosamente en la mano espantosa, en los quiebres de suelas y en los esperanzados que hacía cola para comprar una pianola, ponerse alegres, bailar acaso. Amar tal vez.
Se desgastaron las minúsculas sombras de los botes salvavidas y un mundo sin fin fue derrotado por el mal gobierno.
Las costillas pasmaron su viejo anhelo de salir a la calle, andar en bicicleta, correr por las noches sin que nadie te siga, sin cartera, en el subsuelo, a reconocerse ajenas para un velorio, una desmentida de esas que te vuelven y envuelven.
Junto a la ventana olvidé las postrimerías y en el recuento de estas condiciones armé un desbarajuste de palabras que todos vistieron en la justificación del novenario. Puras mentiras. Confusión. Falso Inventario.
Habitaba una especie incertidumbre muy cabrona, muy patibularia, que incendiada por los adentros de la penumbra derretía el vuelo.
Pero se acabó la angustia cuando llegaron aquellos señores de andar confuso y barrieron con todos, dejaron una estela abierta, desgajada de los escenarios crueles y fieros, delineados o como un epitafio en la aurora. Luz declarada sombra.
Los verdaderos hombres corrieron a esconderse en las sombras más estivales delos árboles, en cuadernos más nuevos y gritos, escupitajos, lamentaciones en el cuerpo, golpes despaciosos en el organismo, en gargantas, voces y puerto hundido en un macetero cerca de la casa, en un jardín pequeño, una carne asada, con su manera de considerar una esfera y traerla a casa para navidad y esas cosas.
Pensaban en eso, metidos adentro, pensaban en la mano allá y esta otra, donde queda, en el movimiento del tiempo, en los recursos de la palabra que se atrevía a decir, nombrar cualquier objeto para encubrir la soledad de la ciudad, hablar de otras cosas distintas a tantos muertos afuera.
Y sí, todos estaban adentro, recónditos, metidos, pero como si estuviesen afuera.
HASTA LA PRÓXIMA.
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