Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Conservado en el remoto recuerdo, en un espacio no fijo del inconsciente, el instinto nos delata de pronto. Somos animales cien por ciento, pero decimos que pensamos.
Olvidado, sustituído por la inteligencia, esa supuesta norma que nos hace actuar con cordura o con eficiencia según un estudio de los demás, el instinto se maneja independiente de nuestro ser. Y qué bueno, lejos del deseo arbitrario del resto de los humanos.
El instinto es un viejo sabio raído por el tiempo, es un ermitaño encajado en el cerebro.
De todas partes, en caso de una necesidad creada o recreada por el hombre, el instinto va y saca agua del pozo. Nos salva de las arenas movedizas y luego, sin conocimiento pleno de lo que ocurrió, nos quedamos absortos, sin un reconocimiento siquiera para quien fue nuestro único apoyo, incondicional y ciego, ante un peligro inminente.
Obramos por instinto, pero no lo reconocemos, operamos por instinto y decimos que lo reflexionamos. Nos engañamos, y en el engaño puede que aprendamos a repetir nuestros errores, y sin embargo el instinto trabaja en los escenarios nuevos, en los momentos inesperados, en la más oscura de las noches.
En la legión de sucesos que le ocurren a la vida, en el montón de instantes que elegimos para vivirlos, somos lo que hacemos. Por eso no sabemos qué somos , ni siquiera sabemos qué hacemos. Apenas entendemos que la lucha primera es por la sobrevivencia y que alguien, en un punto no muy lejano, lucha con su vida por la nuestra.
Más que el instinto, otra palabra podría ocupar el espacio en que éste se desenvuelve. No es la memoria grata, ni el sentimiento de seguridad que daría saber que ese otro motor operará en consecuencia, como lo hace, sino una incorporación del esfuerzo humano por desarrollarlo, hacerlo adulto e impedir que muera en nosotros cuando todavía respiramos.
Luego de muertos, el impulso del instinto continúa escuchando, sintiendo, sufriendo con los cinco sentidos que conocemos.
El instinto nos mueve en su reflejo, pero el cuerpo lego, sin un alto aprendizaje, lento, no se mueve, nos ha abandonado con todo y lo que pensamos. Entonces el instinto, que espera una oportunidad, mueve una mano y muere.
La inteligencia, que es poca de acuerdo a la masa muscular del cerebro, se cree mucho. Nos arroba y nos conduce. Pero no es rápida, ni tan buena. Se equivoca. El instinto no se equivoca.
El instinto es una tajada que deja una herida tal vez, una cicatriz marchita en el alma, pero sabe por qué. Nadie le da un golpe que no devuelva, nadie transita por una pregunta fuerte que no sea contestada en la esquina de un cuarto, amarrado de pies y manos.
Si la experiencia fortalece la inteligencia y la madura, el instinto es siempre origen, prueba inesperada, inoportuno encuentro con las circunstancias.
Sin maldad, sin otros quehaceres existenciales, el instinto es el escudo del cuerpo y del alma. Ambos, silenciosos habitantes del ser, cuerpo y alma, son uno mismo, pero uno de ellos no se ve ni habla.
Sin pensar se escribe, se escribe por instinto también, por la multitud de palabras que no caben en la puerta y se ha colado una. El instinto es esa palabra que al principio no sabe cómo se llama.
Si la sabiduría del hombre nos alcanza, tendremos que aprender a descubrir y desarrollar el instinto. Manejarlo cascando nueces, viendo un lindo paisaje, matando moscas inoportunas.
El instinto podría llevarnos por la vida tal como lo hace la inteligencia y tal vez, sólo tal vez, así comprenderíamos al resto de los animales que sin un lenguaje saben justificarse, hacerse valer y entenderse con los demás mortales.
El instinto se olvida y por ello parece salir de repente entre la hojarasca. Apenas escuchamos los pasos que se han ido y viene. Silencio. El instinto es efímero. No jode el orden, ni el caos, ni funda pensamientos podridos. Nos defiende de nosotros los perros.
HASTA LA PRÓXIMA.
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