Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- ¿Cómo le hará este instante para surgir dentro de mí? Luego intentar abarcarlo todo o abortar la misión, a vavor, y en un circulos de curiosos abajo de un semáforo, en una ventana que se esté callendo. Haciendo chingos de aire.
Que en plena marea el barco comprenda que no hay un sitio donde la foto, en una manera extraña de ver la vida. Hundiéndose en un bache.
Bajan del día. El mediodía es la estación violenta. La panza roja, el esqueleto puesto, envuelto, amarrado con un mecate, en pedazos. No es sangre, dijeron.
La carcajada suele venir detrás de un espacio de revistas y sale una joven con un libro, fumando. El silencio, mudo espectador, pasa por detrás del estridente rumbido de un autobús de pasajeros foráneo.
En la banqueta una novia primeriza tiró una flor y la flor alargó su agonía de moribunda errante, pateada por el hambre seca, hasta volverse cochambre, costumbre, estambre, ironía del aire.
La noche comienza su crueldad desmedida , a mano herida, la espada por el filo, el cuchillo ya enterrado en la garganta, desde el mediodía es de noche.
El día está en un perro que pelea a muerte su comida, austero el culero. El día es la intencidad, la conversación del sudoroso cuerpo. Los perros no sudan. Se hacen pendejos.
Entre los casilleros la fortuna cobra vidas inocentes, los disparos hicieron un montón de fierros que se retorcieron. Eso dijeron de nuevo. No corrí… me dieron.
A los sumo comprendo la lejanía, pero trato de ver en corto el breve momento, el recorrido perfecto de un segundo en los ojos que quiero. Atrás de un tambo te pienso.
¿Qué soy antes de cruzar una calle, de soldar el tiempo y grabarlo para decir que aquí en otro tiempo deberá eregirse un paso, un delicado atrevimiento de la memoria? ¿Quién soy yo para eso?
Vine de lejos para este instante, vine del espejo de un carro, del allanamiento de los lentes en esa otra realidad que si volteas no hay nada. Vengo de la fantasia de los ciegos.
En el corazón se sabe todo lo que se dice. Se lee. Se escribe. En un rato las calles comienzan a inundarse y el pueblo lleno de gente es arrastrado por el olvido. Se ponen pedos.
De otra parte, de donde vengo vienen todos, los he escuchado elucubrar, hacer concha y moverse sigilosamente atrás de mi, a cierta hora. Por las calles del centro.
La marea sube y es natural hasta cierto punto, según dicen los marinos, que algunos batos con mucha experiencia suelten el moco, da pena verlos. La noche es un puñado de nerudas, de risas y alegrías.
¿De donde vengo? No sé todavía, lo olvidé en el primer brinco, en la primera camisa dode escribí las primeras palabras destartaladas.
Luego el camión de redilas me arrojó al voladero. Olía mucho a gasolina suelta, a mar muerto antes del incendio.
Creí que era un barco, y el mar, aquel estero de polvo.
El instante es un Guernica atrapado en una red de zopilotes.
El instante suele traer rasgos del océano índico, de bastante más allá de las manos de quien me ahorca el hijo de su pinche madre. Otro pasa corriendo, le veo su tranco largo. Lo escucho maldecir a todos.
En cada instante la risa es melancolía, la tristeza lleva alegría en donde quiera que ocurra, la voz lleva el pesado silencio de los platicadores y el hombre lleva el sueño de una mujer y sus alrededores, su patio, su techumbre, sus labios abiertos.
De nuevo el instante, la explanada, una plaza formidable, el verso libre como el aire, de nuevo la tarde, de nuevo tú, haciéndome el día, la vida, la calle.
HASTA LA PRÓXIMA.
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