Por Agencias
Ciudad de México.- El estadio Azteca es un lugar donde tres rayos caen contra un mismo equipo. Todos con la misma fuerza demoledora. Otra vez en la noche de un 26 mayo, como en la final de 2013, lluviosa y con el mismo desenlace que cinco años después, el América hizo crujir la piel de Cruz Azul (1-0) para entrar en el grupo de los bicampeones de la Liga Mx y ratificar que es el más ganador con 15 estrellas en el escudo, tan grande y orgulloso como un continente.
Si el futbol es un terreno para los pensamientos mágicos, esta final lo fue sin excepción. Algunas costumbres se convirtieron en cábalas, en el cálculo que llevaron adelante incluso los que no se asumen como supersticiosos. La camiseta del último campeonato, el pañuelo de la buena suerte, la misma ruta antes de entrar al estadio. Lo mismo las cumplieron aficionados que jugadores. Pero la mayoría hasta el último momento trató de no hablar de ellas, porque las cábalas no se cuentan, al menos hasta que todo termina.
Si los títulos de 2013 y 2018 tuvieron su propia historia hecha canción (“Aquivaldo lo empezó/ el portero lo empató/ y Layún con un penal nos coronó”), el de anoche será recordado por el vínculo emocional del equipo americanista con la ilusión popular. Fue el sueño concretado por una multitud en ese lugar mítico llamado estadio Azteca. Como la cultura de un clásico está hecha de diferencias profundas, defender el estilo en una final podía llevar a cualquiera a la gloria, por más que este deporte se lleve muy mal con los tiempos del reconocimiento.
Para los jugadores de La Máquina, dominar al campeón era modo de representar a sus aficionados. Muchos de ellos todavía lo son, pero cargan con el estigma del que falla siempre en el último momento. Después de un primer tiempo con las mejores oportunidades de gol, tres de los mejores elementos del plantel que dirige el argentino Martín Anselmi -Uriel Antuna, Ángel Sepúlveda e Ignacio Rivero- comprobaron que nada vale sin goles. Con un par de atajadas casi sobre la línea, el portero Luis Ángel Malagón se convirtió en una muralla frente a ellos.
A muchos entrenadores les gusta el peligro, pero no todo el tiempo. Algunos como el brasileño André Jardine buscan desesperadamente certidumbres para dirigir algo más tranquilos. Casi siempre la encontró en la disciplina, la repetición de movimientos, los dibujos tácticos y las conductas agresivas de sus elementos. La razón se conoce desde hace mucho: “Queremos el bicampeonato”, dijo el miércoles pasado en conferencia de prensa. Y su equipo se lo toma demasiado en serio. Si hacía falta alguna prueba, Alejandro Zendejas se encargó de borrarla.
Una barrida tardía del argentino Rodolfo Rotondi sobre el volante americanista, en una jugada de pura picardía sobre la banda, quebró el orden que La Máquina impuso durante más de 70 minutos. El árbitro Marco Antonio Ortiz no dudó en pitar la falta y más tarde la ratificó al acudir al VAR, donde la repetición exhibió a detalle el contacto. Entonces, todo el silencio que conservó el Azteca en el primer tiempo derivó en la fiesta más grande del año para las Águilas. Desde el manchón de penalti, Henry Martín cumplió el ritual de sus mejores noches: tomó la pelota, se acomodó el gafete de capitán y convirtió el 1-0 sin precipitarse.
Los futbolistas juegan decenas de partidos al año. Algunos duran 90 minutos, otros toda la vida. Los de una final pertenecen a ese último grupo. Como son encuentros imposibles de olvidar, conviene que cada protagonista deje todo por la causa, Hay tanta gente involucrada en la alegría y la tristeza que provoca un simple duelo, que hay que jugar cada uno de ellos como si fuera el último, así como lo hizo el portero Luis Malagón, figura también en el segundo tiempo con una salvada casi sobre la hora.
Por varios momentos del partido, La Máquina construyó un camino que revolvía las entrañas de sus rivales, pero no pudo sostenerlo, especialmente porque el campeón consagra o aniquila. La experiencia es su gran aliada. Los gritos ensordecedores del “Vaaamos, vaaamos Amééérica”, entre miles de camisetas con la leyenda “Para que me odies más” y el número 15 de sus campeonatos de Liga, consagraron una temporada en la que las Águilas fueron líderes absolutos y reyes de otra final.
Si el brasileño Jorge Vieira fue el único entrenador brasileño en ganar dos torneos largos al frente del banquillo americanista, André Jardine se convirtió ayer en el primero en lograr un bicampeonato en el formato más corto. Historia pura de una nueva leyenda. (Alberto Aceves/La Jornada).
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